miércoles, 16 de mayo de 2007

Los cachorros




A la memoria de Sebastián Salazar Bondy



I

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes pre­ferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.

Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el tercero A, hermano? Sí, el hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara, ahora a callar.

Apareció una mañana, a la hora de la forma­ción, de la mano de su papá, y el hermano Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era más chi­quito todavía que Rojas, y en la clase el hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina.

Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas. Los catorce incas, Cuéllar, decía el hermano Leoncio, y él se los recita­ba sin respirar, los Mandamientos, las tres estrofas del himno marista, la poesía Mi bandera de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le decía Lalo y el hermano muy buena memoria, jovencito, y a nosotros ¡aprendan, bellacos! Él se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a toda la clase por encima del hombro, sobrándose (de a mentiras, en el fondo no era sobrado, sólo un poco loquibam­bio y juguetón. Y, además, buen compañero. Nos soplaba en los exámenes y en los recreos nos con­vidaba chupetes, ricacho, tofis, suertudo, le decía Choto, te dan más propina que a nosotros cuatro, y él por las buenas notas que se sacaba, y nosotros menos mal que eres buena gente, chanconcito, eso lo salvaba).

Las clases de la primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el hermano Lucio hacía romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau, guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses solo mordían cuando­ olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi viejo, y Choto yo me treparía al arco, así no lo alcanzaría, y Cuéllar sacaba su puñalito y chas chas lo soñaba, deslonjaba y enterrabaaaaauuuu, mirando al cielo, uuuuuaaaauuuuu, las dos manos en la boca, auauauauauuuuuu: ¿qué tal gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la media y a nosotros los grandes nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las lenguas afuera, sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y salíamos a la calle. Bajaban por la Diagonal haciendo pases de básquet con los maletines, chápate ésta papacito, cruzábamos el parque a la altura de Las Delicias, ¡la chapé!, ¿viste, mamacita?, y en la bodeguita de la esquina de D'Onofrio comprábamos barquillos, ¿de vainilla?, ¿mixtos?, echa un poco más, cholo, no estafes, un poquito de limón, tacaño, una yapita de fresa. Y después seguían bajando por la Diagonal, el Violín Gitano, sin hablar, la calle Porta, absortos en los helados, un semáforo, shhp chupando shhhp y saltando hasta el edificio San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía, vamos al Terrazas, le pedirían la pelota al Chino, ¿no que­ría jugar por la selección de la clase?, hermano, para eso había que entrenarse un poco, ven vamos anda, sólo hasta las seis, un partido de fulbito en el Terrazas, Cuéllar. No podía, su papá no lo dejaba, tenía que hacer las tareas. Lo acompañaban hasta su casa, ¿cómo iba a entrar al equipo de la clase si no se entrenaba?, y por fin acabábamos yéndonos al Terrazas solos. Buena gente pero muy chancón, decía Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no era culpa suya, su viejo debía ser un fre­gado, y Chingolo claro, él se moría por venir con ellos y Mañuco iba a estar bien dificil que entrara al equipo, no tenía físico, ni patada, ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni nada. Pero cabecea bien, decía Choto, y además era hincha nuestro, había que meterlo como sea decía Lalo, y Chingolo para que esté con nosotros y Mañuco sí, lo meteríamos, ¡aunque iba a estar más difícil!

Pero Cuéllar, que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó tanto en el verano que al año siguiente se ganó el puesto de interior izquierdo en la selección de la clase: mens sana in corpore sano, decía el hermano Agustín, ¿ya veíamos?, se puede ser buen deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su ejemplo. ¿Cómo has hecho?, le decía Lalo, ¿de dónde esa cintura, esos pases, esa codi­cia de pelota, esos tiros al ángulo? Y él: lo había entrenado su primo el Chispas y su padre lo llevaba al Estadio todos los domingos y ahí, viendo a los cracks, les aprendía los trucos, ¿captábamos? Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas, sólo viendo y jugando fútbol mañana y tarde, toquen esas pantorrillas, ¿no se habían pues­to duras? Sí, ha mejorado mucho, le decía Choto al hermano Lucio, de veras, y Lalo es un delantero ágil y trabajador, y Chingolo qué bien organizaba el ataque y, sobre todo, no perdía la moral, y Mañuco ¿vio cómo baja hasta el arco a buscar pelota cuando el enemigo va dominando, hermano Lucio?, hay que meterlo al equipo. Cuéllar se reía feliz, se soplaba las uñas y se las lustraba en la camiseta de cuarto A, mangas blancas y pechera azul: ya está, le decía­mos, ya te metimos pero no te sobres.

En julio, para el campeonato interaños, el her­mano Agustín autorizó al equipo de cuarto A a entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes, a la hora de dibujo y música. Después del segundo recreo, cuando el patio quedaba vacío, mojadito por la garúa, lustrado como un chimpún nuevecito, los once seleccionados bajaban a la can­cha, nos cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros, salían de los camarines en fila india, a paso gimnástico, encabezados por Lalo, el capitán. En todas las ventanas de las aulas aparecían caras envidiosas que espiaban sus carre­ras, había un vientecito frío que arrugaba las aguas de la piscina (¿tú te bañarías?, después del match, ahora no, brrr qué frío), sus saques, y movía las copas de los eucaliptos y ficus del parque que aso­maban sobre el muro amarillo del colegio, sus pena­les y la mañana se iba volando: entrenamos regio, decía Cuéllar, bestial, ganaremos. Una hora después el hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir a sus casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te copias todas las de los cracks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Tato Terry?) se metía siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas se apareció en la puerta de los camarines, guau guau guau, sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano, y Choto ¿cinco?, más mucho más), el vozarrón del hermano Lucio, las lisuras de Leoncio (¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?, no, pero se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz), los carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los hermanos, su terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero era punta sangre. Qué más, qué pasó después mientras yo me vestía, decía Lalo, y Chingolo el hermano Agustín y el hermano Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por hora, tocando bocina y bocina como los bomberos, como una ambulancia. Mientras tanto el hermano Leoncio perseguía a Judas, que iba y venía por el patio dando brincos, volatines, lo agarraba y lo metía a su jaula y por entre los alambres (quería matarlo, decía Choto, si lo hubieras visto, asusta­ba) lo azotaba sin misericordia, colorado, el moño bailándole sobre la cara.

Esa semana, la misa del domingo, el rosario del viernes y las oraciones del principio y del fin de las clases fueron por el restablecimiento de Cuéllar, pero los hermanos se enfurecían si los alumnos hablaban entre ellos del accidente, nos chapaban y un cocacho, silencio, toma, castigado hasta las seis. Sin embargo, ese fue el único tema de conversación en los recreos y en las aulas, y el lunes siguiente cuando, a la salida del colegio, fueron a visitarlo a la Clínica Americana, vimos que no tenía nada en la cara ni en las manos. Estaba en un cuartito lindo, hola Cuéllar, paredes blancas y cortinas cremas, ¿ya te sanaste, cumpita?, junto a un jardín con floreci­tas, pasto y un árbol. Ellos lo estábamos vengando, Cuéllar, en cada recreo pedrada y pedrada contra la jaula de Judas y él bien hecho, prontito no le que­daría un hueso sano al desgraciado, se reía, cuando saliera iríamos al colegio de noche y entraríamos por los techos, viva el jovencito pam pam, el Águila Enmascarada chas chas, y le haríamos ver estrellas, de buen humor pero flaquito y pálido, a ese perro, como él a mí. Sentadas a la cabecera de Cuéllar había dos señoras que nos dieron chocolates y se salieron al jardín, corazón, quédate conversando con tus amiguitos, se fumarían un cigarrillo y vol­verían, la del vestido blanco es mi mamá, la otra una tía. Cuenta Cuéllar, hermanito, qué pasó, ¿le había dolido mucho?, muchísimo, ¿dónde lo había mordido?, ahí pues, y se muñequeó, ¿en la pichuli­ta?, sí, coloradito, y se rió y nos reímos y las seño­ras desde la ventana adiós, adiós corazón, y a nosotros solo un momentito más porque Cuéllar todavía no estaba curado y él chist, era un secreto, su viejo no quería, tampoco su vieja, que nadie supiera, mi cholo, mejor no digas nada, para qué, había sido en la pierna nomás, corazón ¿ya? La operación duró dos horas, les dijo, volvería al colegio dentro de diez días, fíjate cuántas vacaciones, qué más quie­res, le había dicho el doctor. Nos fuimos y en la clase todos querían saber, ¿le cosieron la barriga, cierto?, ¿con aguja e hilo, cierto? Y Chingolo cómo se empavó cuando nos contó, ¿sería pecado hablar de eso?, Lalo no, qué iba a ser, a él su mamá le decía cada noche antes de acostarse: ¿ya te enjuagaste la boca, ya hiciste pipí?, y Mañuco pobre Cuéllar, qué dolor tendría, si un pelotazo ahí sueña a cualquiera cómo sería un mordisco y, sobre todo piensa en los colmillos que se gasta Judas, cojan piedras, vamos a la cancha, a la una, a las dos, a las tres, guau guau guau guau, ¿le gustaba?, desgraciado, que tomara y aprendiera. Pobre Cuéllar, decía Choto, ya no podría lucirse en el campeonato que empieza mañana, y Mañuco tanto entrenarse de balde y lo peor es que, decía Lalo, esto nos ha debilitado el equipo, hay que rajarse si no queremos quedar a la cola, muchachos, juren que se rajarán.



II


Sólo volvió al colegio después de Fiestas Patrias y, cosa rara, en vez de haber escarmentado con el fútbol (¿no era por el fútbol, en cierta forma, que lo mordió Judas?) vino más deportista que nunca. En cambio, los estudios comenzaron a importarle menos. Y se comprendía, ni tonto que fuera, ya no le hacía falta chancar: se presentaba a los exáme­nes con promedios muy bajos y los hermanos lo pasaban, malos ejercicios y óptimo, pésimas tareas y aprobado. Desde el accidente te soban, le decía­mos, no sabías nada de quebrados y, qué tal raza, te pusieron dieciséis. Además, lo hacían ayudar misa, Cuéllar lea el catecismo, llevar el gallardete del año en las procesiones, borre la pizarra, cantar en el coro, reparta las libretas, y los primeros viernes entraba al desayuno aunque no comulgara. Quién como tú, decía Choto, te das la gran vida, lástima que Judas no nos mordiera a nosotros, y él no era por eso: los hermanos lo sobaban de miedo a su viejo. Bandidos, qué le han hecho a mi hijo, les cierro el colegio, los mando a la cárcel, no saben quién soy, iba a matar a esa maldita fiera y al her­mano director, calma, cálmese señor, lo sacudió del babero. Fue así, palabra, decía Cuéllar, su viejo se lo había contado a su vieja y aunque se secreteaban él, desde mi cama de la clínica, los oyó: era por eso que lo sobaban, nomás. ¿Del babero?, qué tru­quero, decía Lalo, y Chingolo a lo mejor era cierto, por algo había desaparecido el maldito animal. Lo habrán vendido, decíamos, se habrá escapado, se lo regalarían a alguien, y Cuéllar no, no, seguro que su viejo vino y lo mató, él siempre cumplía lo que prometía. Porque una mañana la jaula amaneció vacía y una semana después, en lugar de Judas, ¡cuatro conejitos blancos! Cuéllar, lléveles lechugas, ah compañerito, deles zanahorias, cómo te sobaban, cámbieles el agua y él feliz.

Pero no solo los hermanos se habían puesto a mimarlo, también a sus viejos les dio por ahí. Ahora Cuéllar venía todas las tardes con nosotros al Terrazas a jugar fulbito (¿tu viejo ya no se enoja?, ya no, al contrario, siempre le preguntaba quién ganó el match, mi equipo, cuántos goles metiste, ¿tres?, ¡bravo!, y él no te molestes, mamá, se me rasgó la camisa jugando, fue casualidad, y ella sonsito, qué importaba, corazoncito, la muchacha se la cosería y te serviría para dentro de casa, que le diera un beso) y después nos íbamos a la cazuela del Excélsior, del Ricardo Palma o del Leuro a ver seriales, dramas impropios para señoritas, películas de Cantinflas y Tin Tan. A cada rato le aumentaban las propinas y me compran lo que quiero, nos decía, se los había metido al bolsillo a mis papás, me dan gusto en todo, los tenía aquí, se mueren por mí. Él fue el primero de los cinco en tener patines, bicicleta, motocicleta y ellos Cuéllar que tu viejo nos regale una copa para el campeonato, que los llevara a la piscina del Estadio a ver nadar a Merino y al Conejo Villarán y que nos recogiera en su auto a la salida de la vermouth, y su viejo nos la regalaba y los llevaba y nos recogía en su auto: sí, lo tenía aquí.

Por ese tiempo, no mucho después del accidente, comenzaron a decirle Pichulita. El apodo nació en la clase, ¿fue el sabido de Gumucio el que lo inventó?, claro, quién iba a ser, y al principio Cuéllar, hermano, lloraba, me están diciendo una mala palabra, como un marica, ¿quién?, ¿qué te dicen?, una cosa fea, hermano, le daba vergüenza repetírsela, tartamudeando y las lágrimas que se le saltaban, y después en los recreos los alumnos de otros años Pichulita qué hubo, y los mocos que se le salían, cómo estás, y él hermano, fíjese, corría donde Leoncio, Lucio, Agustín o el profesor Cañón Paredes: ése fue. Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho, Pichulita he dicho, blanco de cóle­ra, maricón, temblándole las manos y la voz, a ver repite si te atreves, Pichulita, ya me atreví y qué pasaba y él entonces cerraba los ojos y, tal como le había aconsejado su papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta, y los desafiaba, le pisas el pie y bandangán, y se trompeaba, un sopapo, un cabezazo, un patadón, donde fuera, en la fila o en la cancha, lo mandas al suelo y se acabó, en la clase, en la capilla, no te fregarán más. Pero más se calentaba y más lo fastidiaban y una vez, era un escándalo, hermano, vino su padre echando chispas a la Dirección, martirizaban a su hijo y él no lo iba a permitir. Que tuviera pantalones, que castigara a esos mocosos o lo haría él, pondría a todo el mundo en su sitio, qué insolencia, un manotazo en la mesa, era el colmo, no faltaba más. Pero le habían pegado el apodo como una estampilla y, a pesar de los castigos de los hermanos, de los sean más humanos, ténganle un poco de piedad, del director, y a pesar de los llantos y las pataletas y las ame­nazas y golpes de Cuéllar, el apodo salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los barrios de Miraflores y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre. Pichulita pasa la pelota, no seas angurriento, ¿cuánto te sacaste en álgebra, Pichulita?, te cambio una fruna, Pichulita, por una melcocha, y no dejes de venir mañana al paseo a Chosica, Pichulita, se bañarían en el río, los hermanos llevarían guantes y podrás boxear con Gumucio y vengarte, Pichulita, ¿tienes botas?, porque habría que trepar al cerro, Pichulita, y al regreso todavía alcanzarían la ver­mouth, Pichulita, ¿te gustaba el plan?

También a ellos, Cuéllar, que al comienzo nos cuidábamos, cumpa, comenzó a salírseles, viejo, contra nuestra voluntad, hermano, hincha, de repente Pichulita y él, colorado, ¿qué?, o pálido ¿tú también Chingolo?, abriendo mucho los ojos, hombre, perdón, no había sido con mala intención, ¿él también, su amigo también?, hombre, Cuéllar, que no se pusiera así, si todos se lo decían a uno se le contagiaba, ¿tú también, Choto?, y se le venía a la boca sin querer, ¿él también, Mañuco?, ¿así le decíamos por la espalda?, ¿se daba media vuel­ta y ellos Pichulita, cierto? No, qué ocurrencia, lo abrazábamos, palabra que nunca más y además por qué te enojas, hermanito, era un apodo como cual­quier otro y por último, ¿al cojito Pérez no le dices tú Cojinoba y al bizco Rodríguez Virolo o Mirada Fatal y Pico de Oro al tartamudo Rivera? ¿Y no le decían a él Choto y a él Chingolo y a él Mañuco ya él Lalo? No te enojes, hermanón, sigue jugando, anda, te toca.

Poco a poco fue resignándose a su apodo y en sexto año ya no lloraba ni se ponía matón, se hacía el desentendido y a veces hasta bromeaba, Pichulita no ¡Pichulaza ja ja!, y en primero de media se había acostumbrado tanto que, más bien, cuando le decían Cuéllar se ponía serio y miraba con desconfianza, como dudando, ¿no sería burla? Hasta estiraba la mano a los nuevos amigos diciendo mucho gusto, Pichula Cuéllar a tus órdenes.

No a las muchachas, claro, sólo a los hombres. Porque en esa época, además de los deportes, ya se interesaban por las chicas. Habíamos comenza­do a hacer bromas, en las clases, oye, ayer lo vi a Pirulo Martínez con su enamorada, en los recreos, se paseaban de la mano por el Malecón y de repente ¡pum, un chupete!, y a las salidas, ¿en la boca?, sí y se habían demorado un montón de rato besándose. Al poco tiempo, ése fue el tema principal de sus conversaciones. Quique Rojas tenía una hembrita mayor que él, rubia, de ojazos azules y el domin­go Mañuco los vio entrar juntos a la matiné del Ricardo Palma y a la salida ella estaba despeina­dísima, seguro habían tirado plan, y el otro día en la noche Choto lo pescó al venezolano de quinto, ese que le dicen Múcura por la bocaza, viejo, en un auto, con una mujer muy pintada y, por supuesto, estaban tirando plan, y tú, Lalo, ¿ya tiraste plan?, y tú, Pichulita, ja ja, y a Mañuco le gustaba la her­mana de Perico Sáenz, y Choto iba a pagar un hela­do y la cartera se le cayó y tenía una foto de una Caperucita Roja en una fiesta infantil, ja ja, no te muñequees, Lalo, ya sabemos que te mueres por la flaca Rojas, y tú Pichulita ¿te mueres por alguien?, y él no, colorado, todavía, o pálido, no se moría por nadie, y tú y tú, ja ja.

Si salíamos a las cinco en punto y corríamos por la avenida Pardo como alma que lleva el diablo, alcanzaban justito la salida de las chicas del Colegio La Reparación. Nos parábamos en la esquina y fíjate, ahí estaban los ómnibus, eran las de tercero y la de la segunda ventana es la hermana del cholo Cánepa, chau, chau, y ésa, mira, háganle adiós, se rió, se rió y la chiquita nos contestó, adiós, adiós, pero no era para ti, mocosa, y ésa y ésa. A veces les llevábamos papelitos escritos y se los lanzaban a la volada, qué bonita eres, me gustan tus trenzas, el uniforme te queda mejor que a ninguna, tu amigo Lalo, cuidado, hombre, ya te vio la monja, las va a castigar, ¿cómo te llamas?, yo Mañuco, ¿vamos el domingo al cine?, que le contestara mañana con un papelito igual o haciéndome a la pasada del ómnibus con la cabeza que sí. Y tú Cuéllar, ¿no le gustaba ninguna?, sí, esa que se sienta atrás, ¿la cuatrojos?, no, no, la de al ladito, por qué no le escribía entonces, y él qué le ponía, a ver, a ver, ¿quieres ser mi amiga?, no, qué bobada, quería ser su amigo y le mandaba un beso, sí, esto estaba mejor, pero era corto, algo más con­chudo, quiero ser tu amigo y le mandaba un beso y te adoro, ella sería la vaca y yo seré el toro, ja ja. Y ahora firma tu nombre y tu apellido y que le hiciera un dibujo, ¿por ejemplo cuál?, cualquiera, un torito, una florecita, una pichulita, y así se nos pasabanlas tardes, correteando tras los ómnibus del Colegio La Reparación y, a veces, íbamos hasta la avenida Arequipa a ver a las chicas de uniformes blancos del Villa María, ¿acababan de hacer la primera comu­nión? les gritábamos, e incluso tomaban el Expreso y nos bajábamos en San Isidro para espiar a las del Santa Úrsula y a las del Sagrado Corazón. Ya no jugábamos tanto habito como antes.

Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en fiestas mixtas, ellos se quedaban en los jardi­nes, simulando que jugaban a la pega tú la llevas, la berlina adivina quién te dijo o matagente ¡te toqué!, mientras que éramos puro ojos, puro oídos, ¿qué pasaba en el salón?, ¿qué hacían las chicas con esos agrandados, qué envidia, que ya sabían bailar? Hasta que un día se decidieron a aprender ellos también y entonces nos pasábamos sábados, domingos íntegros, bailando entre hombres, en casa de Lalo, no, en la mía que es más grande era mejor, pero Choto tenía más discos, y Mañuco pero yo tengo a mi hermana que puede enseñarnos y Cuéllar no, en la de él, sus viejos ya sabían y un día toma, su mamá, corazón, le regalaba ese pick-up, ¿para él solito?, sí, ¿no quería aprender a bailar? Lo pondría en su cuarto y llamaría a sus amiguitos y se ence­rraría con ellos cuanto quisiera y también cómprate discos, corazón, anda a Discocentro, y ellos fueron y escogimos huarachas, mambos, boleros y valses y la cuenta la mandaban a su viejo, nomás, el señor Cuéllar, dos ocho cinco Mariscal Castilla. El vals y el bolero eran fáciles, había que tener memoria y contar, uno aquí, uno allá, la música no importaba tanto. Lo dificil eran la huaracha, tenemos que aprender figuras, decía Cuéllar, el mambo, y a dar vueltas y soltar a la pareja y lucirnos. Casi al mismo tiempo aprendimos a bailar y a fumar, tro­pezándonos, atorándose con el humo de los Lucky y Viceroy, brincando hasta que, de repente, ya herma­no, lo agarraste, salía, no lo pierdas, muévete más, mareándonos, tosiendo y escupiendo, ¿a ver, se lo había pasado?, mentira, tenía el humo bajo la len­gua, y Pichulita yo, que le contáramos a él, ¿había­mos visto?, ocho, nueve, diez, y ahora lo botaba: ¿sabía o no sabía golpear? Y también echarlo por la nariz y agacharse y dar una vueltecita y levantarse sin perder el ritmo.

Antes, lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine, y daban cualquier cosa por un match de fútbol, y ahora en cambio lo que más eran las chicas y el baile y por lo que dábamos cual­quier cosa era una fiesta con discos de Pérez Prado y permiso de la dueña de la casa para fumar. Tenían fiestas casi todos los sábados y cuando no íbamos de invitados nos zampábamos y, antes de entrar, se metían a la bodega de la esquina y le pedíamos al chino, golpeando el mostrador con el puño: ¡cinco capitanes! Seco y volteado, decía Pichulita, así, glu glu, como hombres, como yo.

Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orques­ta, fuimos a esperarlo a la Córpac, y Cuéllar, a ver quién se aventaba como yo, consiguió abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del saco y le gritó: «¡Rey del mambo!». Pérez Prado le sonrió y también me dio la mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo siguieron, confun­didos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby Lozano, hasta la plaza San Martín y, a pesar de la prohibición del arzobispo y de las advertencias de los hermanos del Colegio Champagnat, fuimos a la plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el cam­peonato nacional de mambo. Cada noche, en casa de Cuéllar, ponían Radio El Sol y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano, qué ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano.

Ya usaban pantalones largos entonces, nos pei­nábamos con gomina y habían desarrollado, sobre todo Cuéllar, que de ser el más chiquito y el más enclenque de los cinco pasó a ser el más alto y el más fuerte. Te has vuelto un Tarzán, Pichulita, le decíamos, qué cuerpazo te echas al diario.


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III
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El primero en tener enamorada fue Lalo, cuando andábamos en tercero de media. Entró una noche al Cream Rica, muy risueño, ellos qué te pasa y él radiante, sobrado como un pavo real: le caí a Chabuca Molina, me dijo que sí. Fuimos a festejar­lo al Chasqui y, al segundo vaso de cerveza, Lalo, qué le dijiste en tu declaración, Cuéllar comenzó a ponerse nerviosito, ¿le había agarrado la mano?, pesadito, qué había hecho Chabuca, Lalo, y pre­guntón ¿la besaste, di? Él nos contaba, contento, y ahora les tocaba a ellos, salud, hecho un cara­melo de felicidad, a ver si nos apurábamos a tener enamorada y Cuéllar, golpeando la mesa con su vaso, cómo fue, qué dijo, qué le dijiste, qué hicis­te. Pareces un cura, Pichulita, decía Lalo, me estás confesando y Cuéllar cuenta, cuenta, qué más. Se tomaron tres Cristales y, a medianoche, Pichulita se zampó. Recostado contra un poste, en plena avenida Larco, frente a la Asistencia Pública, vomitó: cabeza de pollo, le decíamos, y también qué desperdicio, botar así la cerveza con lo que costó, qué derroche. Pero él, nos traicionaste, no estaba con ganas de bromear, Lalo traidor, echando espuma, te adelan­taste, buitreándose la camisa, caerle a una chica, el pantalón, y ni siquiera contarnos que la siriaba, Pichulita, agáchate un poco, te estás manchando hasta el alma, pero él nada, eso no se hacía, qué te importa que me manche, mal amigo, traidor. Después, mientras lo limpiábamos, se le fue la furia y se puso sentimental: ya nunca más te veríamos, Lalo. Se pasaría los domingos con Chabuca y nunca más nos buscarás, maricón. Y Lalo qué ocurrencia, hermano, la hembrita y los amigos eran dos cosas distintas pero no se oponen, no había que ser celo­so, Pichulita, tranquilízate, y ellos dense la mano pero Cuéllar no quería, que Chabuca le diera la mano, yo no se la doy. Lo acompañamos hasta su casa y todo el camino estuvo murmurando cállate viejo y requintando, ya llegamos, entra despacito, despacito, pasito a paso como un ladrón, cuidadito, si haces bulla tus papis se despertarán y te pescarán. Pero él comenzó a gritar, a ver, a patear la puerta de su casa, que se despertaran y lo pescaran y qué iba a pasar, cobardes, que no nos fuéramos, él no les tenía miedo a sus viejos, que nos quedáramos y viéramos. Se ha picado, decía Mañuco, mientras corríamos hacia la Diagonal, dijiste le caí a Chabuca y mi cumpa cambió de cara y de humor, y Choto era envidia, por eso se emborrachó y Chingolo sus viejos lo iban a matar. Pero no le hicieron nada. ¿Quién te abrió la puerta?, mi mamá y ¿qué pasó?, le decíamos, ¿te pegó? No, se echó a llorar, corazón, cómo era posible, cómo iba a tomar licor a su edad, y también vino mi viejo y lo riñó, nomás, ¿no se repetiría nunca?, no papá, ¿le daba vergüenza lo que había hecho?, sí. Lo bañaron, lo acostaron y a la mañana siguiente les pidió perdón. También a Lalo, hermano, lo siento, ¿la cerveza se me subió, no?, ¿te insulté, te estuve fundiendo, no? No, qué adefesio, cosa de tragos, choca esos cinco y amigos, Pichulita, como antes, no pasó nada.
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Pero pasó algo: Cuéllar comenzó a hacer locuras para llamar la atención. Lo festejaban y le seguía­mos la cuerda, ¿a que me robo el carro del viejo y nos íbamos a dar curvas a la Costanera, mucha­chos?, a que no hermano, y él se sacaba el Chevrolet de su papá y se iban a la Costanera; ¿a que bato el récord de Boby Lozano?, a que no hermano, y él vsssst por el Malecón vsssst desde Benavides hasta la Quebrada vsssst en dos minutos cincuenta, ¿lo batí?, sí y Mañuco se persignó, lo batiste, y tú qué miedo tuviste, rosquetón; ¿a que nos invitaba al Oh, Qué Bueno y hacíamos perro muerto?, a que no her­mano, y ellos iban al Oh, Qué Bueno, nos atragantá­bamos de hamburgers y de milk shakes, partían uno por uno y desde la iglesia de Santa María veíamos a Cuéllar hacerle un quite al mozo y escapar ¿qué les dije?, ¿a que me vuelo todos los vidrios de esa casa con la escopeta de perdigones de mi viejo?, a que no, Pichulita, y él se los volaba. Se hacía el loco para impresionar, pero también para ¿viste, viste? sacarle cachita a Lalo, tú no te atreviste y yo sí me atreví. No le perdona la de Chabuca, decíamos, qué odio le tiene.
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En cuarto de media, Choto le cayó a Fina Salas y le dijo que sí, y Mañuco a Pusy Lañas y también que sí. Cuéllar se encerró en su casa un mes y en el colegio apenas si los saludaba, oye, qué te pasa, nada, ¿por qué no nos buscaba, por qué no salía con ellos?, no le provocaba salir. Se hace el misterioso, decían, el interesante, el torcido, el resentido. Pero poco a poco se conformó y volvió al grupo. Los domingos, Chingolo y él se iban solos a la mati­né (solteritos, les decíamos, viuditos), y después mataban el tiempo de cualquier manera, aplanando calles, sin hablar o apenas vamos por aquí, por allá, las manos en los bolsillos, oyendo discos en casa de Cuéllar, leyendo chistes o jugando naipes, y a las nueve se caían por el parque Salazar a buscar a los otros, que a esa hora ya estábamos despidiendo a las enamoradas. ¿Tiraron buen plan?, decía Cuéllar, mientras nos quitábamos los sacos, se aflojaban las corbatas y nos remangábamos los puños en el billar de la alameda Ricardo Palma, ¿un plancito firme, muchachos?, la voz enferma de pica, envidia y mal­humor, y ellos cállate, juguemos, ¿mano, lengua?, pestañeando como si el humo y la luz de los focos le hincharan los ojos, y nosotros ¿le daba cólera, Pichulita?, ¿por qué en vez de picarse no se conse­guía una hembrita y paraba de fregar?, y él ¿se chu­petearon?, tosiendo y escupiendo como un borra­cho, ¿hasta atorarse?, taconeando, ¿les levantaron la falda, les metimos el dedito?, y ellos la envidia lo corroía, Pichulita, ¿bien riquito, bien bonito?, lo enloquecía, mejor se callaba y empezaba. Pero él seguía, incansable, ya, ahora en serio, ¿qué les habíamos hecho?, ¿las muchachas se dejaban besar cuánto tiempo?, ¿otra vez, hermano?, cállate, ya se ponía pesado, y una vez Lalo se enojó: mierda, iba a partirle la jeta, hablaba como si las enamoradas fueran cholitas de plan. Los separamos y los hicie­ron amistar, pero Cuéllar no podía, era más fuerte que él, cada domingo con la misma vaina: a ver ¿cómo les fue?, que contáramos, ¿rico el plan?

En quinto de media, Chingolo le cayó a la Bebe Romero y le dijo que no, a la Tula Ramírez y que no, a la China Saldívar y que sí: a la tercera va la vencida, decía, el que la sigue la consigue, feliz. Lo festejamos en el barcito de los cachascanistas de la calle San Martín. Mudo, encogido, triste en su silla del rincón, Cuéllar se aventaba capitán tras capi­tán: no pongas esa cara, hermano, ahora le tocaba a él. Que se escogiera una hembrita y le cayera, le decíamos, te haremos el bajo, lo ayudaríamos y nuestras enamoradas también. Sí, sí, ya escogería, capitán tras capitán y, de repente, chau, se paró: estaba cansado, me voy a dormir. Si se quedaba iba a llorar, decía Mañuco, y Choto estaba que se aguantaba las ganas, y Chingolo si no lloraba le daba una pataleta como la otra vez. Y Lalo: había que ayudarlo, lo decía en serio, le conseguiríamos una hembrita aunque fuera feíta, y se le quitaría el complejo. Sí, sí, lo ayudaríamos, era buena gente, un poco fregado a veces pero en su caso cualquiera, se le comprendía, se le perdonaba, se le extrañaba, se le quería, tomemos a su salud, Pichulita, choquen los vasos, por ti.
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Desde entonces, Cuéllar se iba solo a la mati­né los domingos y días feriados –lo veíamos en la oscuridad de la platea, sentadito en las filas de atrás, encendiendo pucho tras pucho, espiando a la disimulada a las parejas que tiraban plan–, y se reunía con ellos nada más que en las noches, en el billar, en el Bransa, en el Cream Rica, la cara amar­ga, ¿qué tal domingo? y la voz ácida, él muy bien y ustedes me imagino que requetebién ¿no?

Pero en el verano ya se le había pasado el colerón; íbamos juntos a la playa –a La Herradura, ya no a Miraflores–, en el auto que sus viejos le habían regalado por Navidad, un Ford convertible que tenía el escape abierto, no respetaba los semáforos y ensordecía, asustaba a los transeúntes. Mal que mal, se había hecho amigo de las chicas y se llevaba bien con ellas, a pesar de que siempre, Cuéllar, lo andaban fundiendo con la misma cosa: ¿por qué no le caes a alguna muchacha de una vez? Así serían cinco parejas y saldríamos en patota todo el tiempo y estarían para arriba y para abajo juntos ¿por qué no lo haces? Cuéllar se defendía bromeando, no porque entonces ya no cabrían todos en el poderoso Ford y una de ustedes sería la sacrificada, despis­tando, ¿acaso nueve no íbamos apachurrados? En serio, decía Pusy, todos tenían enamorada y él no, ¿no te cansas de tocar violín? Que le cayera a la flaca Gamio, se muere por ti, se los había confesado el otro día, donde la China, jugando a la berlina, ¿no te gusta? Cáele, le haríamos corralito, lo acep­taría, decídete. Pero él no quería tener enamorada y ponía cara de forajido, prefiero mi libertad, y de conquistador, solterito se estaba mejor. Tu libertad para qué, decía la China, ¿para hacer barbaridades?, y Chabuca ¿para irse de plancito?, y Pusy ¿con huachafitas?, y él cara de misterioso, a lo mejor, de cafiche, a lo mejor y de vicioso: podía ser. ¿Por qué ya nunca vienes a nuestras fiestas?, decía Fina, antes venías a todas y eras tan alegre y bailabas tan bien, ¿qué te pasó, Cuéllar? Y Chabuca que no fuera aguado, ven y así un día encontrarás una chica que te guste y le caerás. Pero él ni de a vainas, de perdido, nuestras fiestas lo aburrían, de sobrado ave­jentado, no iba porque tenía otras mejores donde me divierto más. Lo que pasa es que no te gustan las chicas decentes, decían ellas, y él como amigas claro que sí, y ellas sólo las cholas, las medio pelo, las bandidas y, de pronto, Pichulita, sssí le gggggus­tabbbban, comenzaba, las chicccas decenttttes, a tartamudear, sssólo qqqque la flacca Gamio nnno, ellas ya te muñequeaste y él adddemás no habbbbía tiempo por los exámmmmenes y ellos déjenlo en paz, salíamos en su defensa, no lo van a convencer, él tenía sus plancitos, sus secretitos, apúrate herma­no, mira qué sol, La Herradura debe estar que arde, hunde la pata, hazlo volar al poderoso Ford.
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Nos bañábamos frente a Las Gaviotas y, mientras las cuatro parejas se asoleaban en la arena, Cuéllar se lucía corriendo olas. A ver esa que se está for­mando, decía Chabuca, ésa tan grandaza ¿podrás? Pichulita se paraba de un salto, le había dado en la yema del gusto, en eso al menos podía ganarnos: lo iba a intentar, Chabuquita, mira. Se precipitaba —corría sacando pecho, echando la cabeza atrás—, se zambullía, avanzaba braceando lindo, patalean­do parejito, qué bien nada decía Pusy, alcanzaba el tumbo cuando iba a reventar, fíjate la va a correr, se atrevió decía la China, se ponía a flote y metiendo apenas la cabeza, un brazo tieso y el otro golpean­do, jalando el agua como un campeón, lo veíamos subir hasta la cresta de la ola, caer con ella, desapa­recer en un estruendo de espuma, fíjense fíjense, en una de ésas lo va a revolcar decía Fina, y lo veían reaparecer y venir arrastrado por la ola, el cuerpo arqueado, la cabeza afuera, los pies cruzados en el aire, y lo veíamos llegar hasta la orilla suavecito, empujadito por los tumbos.
Qué bien las corre, decían ellas mientras Cuéllar se revolvía contra la resaca, nos hacía adiós y de nuevo se arreaba al mar, era tan simpático, y tam­bién pintón, ¿por qué no tenía enamorada? Ellos se miraban de reojo, Lalo se reía, Fina qué les pasa, a qué venían esas carcajadas, cuenten, Choto enro­jecía, venían porque sí, de nada y además de qué hablas, qué carcajadas, ella no te hagas y él no, si no se hacía, palabra. No tenía porque es tímido, decía Chingolo, y Pusy no era, qué iba a ser, más bien un fresco, y Chabuca ¿entonces por qué? Está buscando pero no encuentra, decía Lalo, ya le caerá a alguna, y la China falso, no estaba buscando, no iba nunca a fiestas, y Chabuca ¿entonces por qué? Sabe, decía Lalo, se cortaba la cabeza que sí, sabían y se hacían las que no, ¿para qué?, para sonsacar­les, si no supieran por qué tantos por qué, tanta mirada rarita, tanta malicia en la voz. Y Choto: no, te equivocas, no sabían, eran preguntas inocentes, las muchachas se compadecían de que no tuviera hembrita a su edad, les da pena que ande solo, lo querían ayudar. Tal vez no saben pero cualquier día van a saber, decía Chingolo, y será su culpa ¿qué le costaba caerle a alguna aunque fuera sólo para des­pistar?, y Chabuca ¿entonces por qué?, y Mañuco qué te importa, no lo fundas tanto, el día menos pensado se enamoraría, ya vería, y ahora cállense que ahí está.
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A medida que pasaban los días, Cuéllar se volvía más huraño con las muchachas, más lacónico y esquivo. También más loco: aguó la fiesta de cum­pleaños de Pusy arrojando una sarta de cuetes por la ventana, ella se echó a llorar y Mañuco se enojó, fue a buscarlo, se trompearon, Pichulita le pegó. Tardamos una semana en hacerlos amistar, perdón Mañuco, caray, no sé qué me pasó, hermano, nada, más bien yo te pido perdón, Pichulita, por haber­me calentado, ven ven, también Pusy te perdonó y quiere verte; se presentó borracho en la Misa de Gallo y Lalo y Choto tuvieron que sacarlo en peso al parque, suéltenme, delirando, le importaba un pito, buitreando, quisiera tener un revólver, ¿para qué, hermanito?, con diablos azules, ¿para matarnos?, sí y lo mismo a ese que pasa pam pam y a ti y a mí también pam pam; un domingo invadió la pelouse del hipódromo y con su Ford ffffuumm embestía a la gente ffffuumm que chillaba y saltaba las barre­ras, aterrada, ffffuum. En los carnavales, las chicas le huían: las bombardeaba con proyectiles hedion­dos, cascarones, frutas podridas, globos inflados con pipí y las refregaba con barro, tinta, harina, jabón (de lavar ollas) y betún: salvaje, le decían, cochino, bruto, animal, y se aparecía en la fiesta del Terrazas, en el infantil del parque de Barranco, en el baile del Lawn Tennis, sin disfraz, un chisguete de éter en cada mano, píquiti píquiti juas, le di, le di en los ojos, ja ja, píquiti píquiti juas, la dejé ciega, ja ja, o armado con un bastón para enredarlo en los pies de las parejas y echarlas al suelo: bandangán. Se trompeaba, le pegaban, a veces lo defendíamos pero no escarmienta con nada, decíamos, en una de estas lo van a matar.

Sus locuras le dieron mala fama y Chingolo, hermano, tienes que cambiar, Choto, Pichulita, te estás volviendo antipático, Mañuco, las chicas ya no querían juntarse con él, te creían un bandido, un sobrado y un pesado. Él, a veces tristón, era la última vez, cambiaría, palabra de honor, y a veces matón, ¿bandido, ah, sí?, ¿eso decían de mí las rajo­nas?, no le importaba, las pituquitas se las pasaba, le resbalaban, por aquí.
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En la fiesta de promoción —de etiqueta, dos orquestas, en el Country Club—, el único ausente de la clase fue Cuéllar. No seas tonto, le decíamos, tienes que venir, nosotros te buscamos una hembri­ta, Pusy ya le habló a Margot, Fina a Ilse, la China a Elena, Chabuca a Flora, todas querían, se morían por ser tu pareja, escoge y ven a la fiesta. Pero él no, qué ridículo ponerse smoking, no iría, que más bien nos juntáramos después. Bueno Pichulita, como quisiera, que no fuera, eres contra el tren, que nos esperara en El Chasqui, a las dos, dejaríamos a las muchachas en sus casas, lo recogeríamos y nos iríamos a tomar unos tragos, a dar unas vueltas por ahí, y él tristoncito eso sí.


IV


Al año siguiente, cuando Chingolo y Mañuco estaban ya en primero de Ingeniería, Lalo en Pre­Médicas y Choto comenzaba a trabajar en la Casa Wiese y Chabuca ya no era enamorada de Lalo sino de Chingolo y la China ya no de Chingolo sino de Lalo, llegó a Miraflores Teresita Arrarte: Cuéllar la vio y, por un tiempo al menos, cambió. De la noche a la mañana dejó de hacer locuras y de andar en mangas de camisa, el pantalón chorreado y la peluca revuelta. Empezó a ponerse corbata y saco, a peinarse con montaña a lo Elvis Presley y a lustrarse los zapatos: qué te pasa, Pichulita, estás que no se te reconoce, tranquilo chino. Y él nada, de buen humor, no me pasa nada, había que cuidar un poco la pinta ¿no?, soplándose, sobándose las uñas, parecía el de antes. Qué alegrón, hermano, le decíamos, qué revolución verte así, ¿no será que?, y él, como una melcocha, a lo mejor. ¿Teresita?, de repente pues, ¿le gustaba?, puede que sí, como un chicle, puede que sí.

De nuevo se volvió sociable, casi tanto como de chiquito. Los domingos aparecía en la misa de doce (a veces lo veíamos comulgar) y a la salida se acercaba a las muchachas del barrio ¿cómo están?, qué hay Teresita, ¿íbamos al parque?, que nos sen­táramos en esa banca que había sombrita. En las tardes, al oscurecer, bajaba a la pista de patinaje y se caía y se levantaba, chistoso y conversador, ven ven Teresita, él le iba a enseñar, ¿y si se caía?, noqué va, él le daría la mano, ven ven, una vueltecita nomás, y ella bueno, coloradita y coqueta, una sola pero despacito, rubiecita, potoncita y con sus dientes de ratón, vamos pues. Le dio también por frecuentar el Regatas, papá, que se hiciera socio, todos sus amigos iban y su viejo okey, compraré una acción, ¿iba a ser boga, muchacho?, sí, y el Bowling de la Diagonal. Hasta se daba sus vueltas los domingos en la tarde por el parque Salazar, y se lo veía siempre risueño, Teresita ¿sabía en qué se parecía un elefante a Jesús?, servicial, ten mis anteojos, Teresita, hay mucho sol, hablador, ¿qué novedades, Teresita, por tu casa todos bien? y con­vidador ¿un hot dog, Teresita, un sandwichito, un milk shake?

Ya está, decía Fina, le llegó su hora, se enamoró. Y Chabuca qué templado estaba, la miraba a Teresita y se le caía la baba, y ellos en las noches, alrede­dor de la mesa de billar, mientras lo esperábamos ¿le caerá?, Choto ¿se atreverá?, y Chingolo ¿Tere sabrá? Pero nadie se lo preguntaba de frente y él no se daba por enterado con las indirectas, ¿viste a Teresita?, sí, ¿fueron al cine?, a la de Aya Gardner, a la matiné, ¿y qué tal?, buena, bestial, que fuéramos, no se la pierdan. Se quitaba el saco, se arremanga­ba la camisa, cogía el taco, pedía cerveza para los cinco, jugaba y una noche, luego de una carambola real, a media voz, sin mirarnos: ya está, lo iban a curar. Marcó sus puntos, lo iban a operar, y ellos ¿qué decía, Pichulita?, ¿de veras te van a operar?, y él como quien no quiere la cosa ¿qué bien, no? Se podía, sí, no aquí sino en Nueva York, su viejo lo iba a llevar, y nosotros qué magnífico, hermano, qué formidable, qué notición, ¿cuándo iba a viajar?, y él pronto, dentro de un mes, a Nueva York, y ellos que se riera, canta, chilla, ponte feliz, hermanito, qué alegrón. Sólo que no era seguro todavía, había que esperar una respuesta del doctor, mi viejo ya le escribió, no un doctor sino un sabio, un cráneo de esos que tienen allá y él, papá, ¿ya llegó?, no, y al día siguiente ¿hubo correo, mamá?, no corazón, cálmate, ya llegará, no había que ser impaciente y por fin llegó y su viejo lo agarró del hombro: no, no se podía, muchacho, había que tener valor. Hombre, qué lástima, le decían ellos, y él pero puede que en otras partes sí, en Alemania por ejemplo, en París, en Londres, su viejo iba a averiguar, a escribir mil cartas, se gastaría lo que no tenía, muchacho, y viajaría, lo operarían y se curaría, y nosotros claro, hermanito, claro que sí, y cuando se iba, pobrecito, daban ganas de llorar. Choto: en qué maldita hora vino Teresita al barrio, y Chingolo él se había con­formado y ahora está desesperado y Mañuco pero a lo mejor más tarde, la ciencia adelantaba tanto ¿no es cierto?, descubrirían algo y Lalo no, su tío el médico le había dicho no, no hay forma, no tiene remedio y Cuéllar ¿ya papá?, todavía, ¿de París, mamá?, ¿y si de repente en Roma?, ¿de Alemania, ya?

Y, entretanto, comenzó de nuevo a ir a fiestas y, como para borrar la mala fama que se había ganado con sus locuras de rocanrolero y comprar­se a las familias, se portaba en los cumpleaños y salchichaparties como un muchacho modelo: lle­gaba puntual y sin tragos, un regalito en la mano, Chabuquita, para ti, feliz cumplete, y estas flores para tu mamá, dime ¿vino Teresita? Bailaba muy tieso, muy correcto, pareces un viejo, no apretaba a su pareja, a las chicas que planchaban ven gordita vamos a bailar, y conversaba con las mamás, los papás, y atendía sírvase señora a las tías, ¿le paso un juguito?, a los tíos ¿un traguito?, galante, qué bonito su collar, cómo brillaba su anillo, locuaz, ¿fue a las carreras, señor, cuándo se saca el pollón? y piropeador, es usted una criolla de rompe y raja, señora, que le enseñara a quebrar así, don Joaquín, qué daría por bailar así.

Cuando estábamos conversando, sentados en una banca del parque, y llegaba Teresita Arrarte, en una mesa del Cream Rica, Cuéllar cambiaba, o en el barrio, de conversación: quiere asombrarla, decían, hacerse pasar por un cráneo, la trabaja por la admiración.

Hablaba de cosas raras y difíciles: la religión (¿Dios que era todopoderoso podía acaso matarse siendo inmortal?, a ver, quién de nosotros resolvía el truco), la política (Hitler no fue tan loco como contaban, en unos añitos hizo de Alemania un país que se le empató a todo el mundo ¿no?, qué pen­saban ellos), el espiritismo (no era cosa de supers­tición sino ciencia, en Francia había mediums en la universidad y no sólo llaman a las almas, también las fotografían, él había visto un libro, Teresita, si quería lo conseguía y te lo presto). Anunció que iba a estudiar: el año próximo entraría a la Católica y ella disforzada qué bien, ¿qué carrera iba a seguir? y le metía por los ojos sus manitas blancas, segui­ría abogacía, sus deditos gordos y sus uñas largas, ¿abogacía? ¡uy, qué feo!, pintadas color natural, entristeciéndose y él pero no para ser picapleitos sino para entrar a Torre Tagle y ser diplomático, alegrándose, manitas, ojos, pestañas, y él sí, el ministro era amigo de su viejo, ya le había habla­do, ¿diplomático?, boquita, ¡uy, qué lindo! y él, derritiéndose, muriéndose, por supuesto, se viajaba tanto, y ella también eso y además uno se pasaba la vida en fiestas: ojitos.

El amor hace milagros, decía Pusy, qué formalito se ha puesto, qué caballerito. Y la China: pero era un amor de lo más raro, ¿si estaba tan templado de Tere por qué no le caía de una vez?, y Chabuca eso mismo ¿qué esperaba?, ya hacía más de dos meses que la perseguía y hasta ahora mucho ruido y pocas nueces, qué tal plan. Ellos, entre ellos, ¿sabrán o se harán?, pero frente a ellas lo defendíamos disimu­lando: despacito se iba lejos, muchachas. Es cosa de orgullo, decía Chingolo, no querrá arriesgarse hasta estar seguro que lo va a aceptar. Pero claro que lo iba a aceptar, decía Fina, ¿no le hacía ojitos, mira a Lalo y la China qué acarameladitos, y le lanzaba indirectas, qué bien patinas, qué rica tu chompa, qué abrigadita y hasta se le declaraba jugando, mi pareja serás tú? Justamente por eso desconfía, decía Mañuco, con las coquetas como Tere nunca se sabía, parecía y después no. Pero Fina y Pusy no, mentira, ellas le habían preguntado ¿lo aceptarás? y ella dio a entender que sí, y Chabuca ¿acaso no salía tanto con él, en las fiestas no bailaba solo con él, en el cine con quién se sentaba sino con él? Más claro no cantaba un gallo: se muere por él. Y la China más bien tanto esperar que le cayera se iba a cansar, aconséjenle que de una vez y si quería una oportu­nidad se la daríamos, una fiestecita por ejemplo el sábado, bailarían un ratito, en mi casa o en la de Chabuca o donde Fina, nos saldríamos al jardín y los dejarían solos a los dos, qué más podía pedir. Y en el billar: no sabían, qué inocentes, o qué hipó­critas, sí sabían y se hacían.

Las cosas no pueden seguir así, dijo Lalo un día, lo tenía como a un perro, Pichulita se iba a vol­ver loco, se podía hasta morir de amor, hagamos algo, ellos sí pero qué, y Mañuco averiguar si de veras Tere se muere por él o era cosa de coquetería. Fueron a su casa, le preguntamos, pero ella sabía las de Quico y Caco, nos come a los cuatro juntos, decían. ¿Cuéllar?, sentadita en el balcón de su casa, pero ustedes no le dicen Cuéllar sino una palabrota fea, balanceándose para que la luz del poste le diera en las piernas, ¿se muere por mí?, no estaban mal, ¿cómo sabíamos? Y Choto no te hagas, lo sabía y ellos también y las chicas y por todo Miraflores lo decían y ella, ojos, boca, naricita, ¿de veras?, como si viera a un marciano: primera noticia. Y Mañuco anda Teresita, que fuera franca, a calzón quitado, ¿no se daba cuenta cómo la miraba? Y ella ay, ay, ay, palmoteando, manitas, dientes, zapatitos, que miráramos, ¡una mariposa!, que corriéramos, la cogiéramos y se la trajéramos. La miraría, sí, pero como un amigo y, además, qué bonita, tocándole las alitas, deditos, uñas, vocecita, la mataron, pobrecita, nunca le decía nada. Y ellos qué cuento, qué mentira, algo le diría, por lo menos la piropearía y ella no, palabra, en su jardín le haría un huequito y la enterraría, un rulito, el cuello, las orejitas, nunca, nos juraba. Y Chingolo ¿no se daba cuenta acaso cómo la seguía?, y Teresita la seguiría pero como amigo, ay, ay, ay, zapateando, puñitos, oja­zos, no estaba muerta la bandida ¡se voló!, cintura y tetitas, pues, si no, siquiera le habría agarrado la mano ¿no? o mejor dicho intentado ¿no?, ahí está, ahí, que corriéramos, o se le habría declarado ¿no?, y de nuevo la cogiéramos: es que es tímido, decía Lalo, tenla pero, cuidado, te vas a manchar, y no sabe si lo aceptarás, Teresita, ¿lo iba a aceptar? y ella aj, aj, arruguitas, frentecita, la mataron y la apachurraron, un hoyito en los cachetes, pestañitas, cejas, ¿a quién? y nosotros cómo a quién y ella mejor la botaba, así como estaba, toda apachurra­da, para qué la iba a enterrar: hombritos. ¿Cuéllar?, y Mañuco sí, ¿le daba bola?, no sabía todavía y Choto entonces sí le gustaba, Teresita, sí le daba bola, y ella no había dicho eso, sólo que no sabía, ya vería si se presentaba la ocasión pero seguro que no se presentaría y ellos a que sí. Y Lalo ¿le parecía pintón?, y ella ¿Cuéllar?, codos, rodillas, sí, era un poquito pintón ¿no? y nosotros ¿ves, ves cómo le gustaba? y ella no había dicho eso, no, que no le hiciéramos trampas, miren, la mariposita brillaba entre los geranios del jardín ¿o era otro bichito?, la punta del dedito, el pie, un taconcito blanco. Pero por qué tenía ese apodo tan feo, éramos muy mal­criados, por qué no le pusieron algo bonito como al Pollo, a Boby, a Supermán o al Conejo Villarán, y nosotros sí le daba, sí le daba ¿veía?, lo compadecía por su apodo, entonces sí lo quería, Teresita, y ella ¿quería?, un poquito, ojos, carcajadita, solo como amigo, claro.

Se hace la que no, decíamos, pero no hay duda que sí: que Pichulita le caiga y se acabó, hablémos­le. Pero era difícil y no se atrevían.

Y Cuéllar, por su parte, tampoco se decidía: seguía noche y día detrás de Teresita Arrarte, contemplándola, haciéndole gracias, mimos y en Miraflores los que no sabían se burlaban de él, calentador, le decían, pura pinta, perrito faldero y las chicas le cantaban Hasta cuando, hasta cuando para avergonzarlo y animarlo. Entonces, una noche lo llevamos al Cine Barranco y, al salir, hermano, vámonos a La Herradura en tu poderoso Ford y él okey, se tomarían unas cervezas y jugarían futbo­lín, regio. Fuimos en su poderoso Ford, roncando, patinando en las esquinas y en el Malecón de Chorrillos un cachaco los paró, íbamos a más de cien, señor, cholito, no seas así, no había que ser malito, y nos pidió brevete y tuvieron que darle una libra, ¿señor?, tómate unos piscos a nuestra salud, cholito, no hay que ser malito, y en La Herradura bajaron y se sentaron en una mesa de El Nacional: qué cholada, hermano, pero esa huachafita no estaba mal y cómo bailan, era más chistoso que el circo. Nos tomamos dos Cristales y no se atrevían, cuatro y nada, seis y Lalo comenzó. Soy tu amigo, Pichulita, y él se rió ¿borracho ya? y Mañuco te queremos mucho, hermano, y él ¿ya?, riéndose, ¿borrachera cariñosa tú también? y Chingolo: querían hablarle, hermano, y también aconsejarlo. Cuéllar cambió, palideció, brindó, qué graciosa esa pareja ¿no?, él un renacuajo y ella una mona ¿no?, y Lalo para qué disimular, patita, ¿te mueres por Tere, no? y él tosió, estornudó, y Mañuco, Pichulita, dinos la verdad ¿sí o no? y él se rió, tristón y tem­blón, casi no se le oyó: ssse mmmoría, sssí. Dos Cristales más y Cuéllar no sabía qqqué iba a hacer, Choto, ¿qué podía hacer? y él caerle y él no puede ser, Chingolito, cómo le voy a caer y él cayéndole, patita, declarándole su amor, pues, te va a decir sí. Y él no era por eso, Mañuco, le podía decir sí pero ¿y después? Tomaba su cerveza y se le iba la voz y Lalo después sería después, ahora cáele y ya está, a lo mejor dentro de un tiempo se iba a curar y él, Chotito, ¿y si Tere sabía, si alguien se lo decía?, y ellos no sabía, nosotros ya la confesamos, se muere por ti y a él le volvía la voz ¿se muere por mí? y nosotros sí, y él claro que tal vez dentro de un tiempo me puedo curar ¿nos parecía que sí? y ellos sí sí, Pichulita, y en todo caso no puedes seguir así, amargándose, enflaqueciéndote, chupándose: que le cayera de una vez. Y Lalo ¿cómo podía dudar? Le caería, tendría enamorada y él ¿qué haría? y Choto tiraría plan y Mañuco le agarraría la mano y Chingolo la besaría y Lalo la paletearía su poquito y él ¿y después? y se le iba la voz y ellos ¿después?, y él después, cuando crecieran y tú te casaras, y él y tú y Lalo: qué absurdo, cómo ibas a pensar en eso desde ahora, y además es lo de menos. Un día la largaría, le buscaría pleito con cualquier pretexto y pelearía y así todo se arreglaría y él, queriendo y no queriendo hablar: justamente era eso lo que no quería, porque, porque la quería. Pero un ratito después —diez Cristales ya— hermanos, teníamos razón, era lo mejor: le caeré, estaré un tiempo con ella y la largaré.

Pero las semanas corrían y nosotros cuándo, Pichulita, y él mañana, no se decidía, le caería mañana, palabra, sufriendo como nunca lo vieron antes ni después, y las chicas «estás perdiendo el tiempo, pensando, pensando» cantándole el bolero Quizás, quizás, quizás. Entonces le comenzaron las crisis: de repente tiraba el taco al suelo en el billar, ¡cáele, hermano!, y se ponía a requitar a las botellas o a los puchos, y le buscaba lío a cualquiera o se le saltaban las lágrimas, mañana, esta vez era verdad, por su madre que sí: me le declaro o me mato. «Y así pasan los días, y tú desesperando...» y él se salía de la vermouth y se ponía a caminar, a trotar por la avenida Larco, déjenme, como un caballo loco, y ellos detrás, váyanse, quería estar solo, y nosotros cáele, Pichulita, no sufras, cáele, cáele, «quizás, qui­zás, quizás». O se metía en El Chasqui y tomaba, qué odio sentía, Lalo, hasta emborracharse, qué terrible pena, Chotito, y ellos lo acompañaban, ¡tengo ganas de matar, hermano!, y lo llevábamos medio cargado hasta la puerta de su casa, Pichulita, decídete de una vez, cáele, y ellas mañana y tarde «por lo que tú más quieras, hasta cuándo, hasta cuándo». Le hacen la vida imposible, decíamos, acabará borrachín, forajido, locumbeta.

Así terminó el invierno, comenzó otro verano y con el calor llegó a Miraflores un muchacho de San Isidro que estudiaba arquitectura, tenía un Pontiac y era nadador: Cachito Arnilla. Se arrimó al grupo y al principio ellos le poníamos mala cara y las chi­cas qué haces tú aquí, quién te invitó, pero Teresita déjenlo, blusita blanca, no lo fundan, Cachito sién­tate a mi lado, gorrita de marinero, blue jeans, yo lo invité. Y ellos, hermano, ¿no veía?, y él sí, la está siriando, bobo, te la va a quitar, adelántate o vas muerto, y él y qué tanto que se la quitara y nosotros ¿ya no le importaba? y él qqqué le ibbba a importar y ellos ¿ya no la quería?, qqqué la ibbba a qqquerer.

Cachito le cayó a Teresita a fines de enero y ella que sí: pobre Pichulita, decíamos, qué amargado y de Tere qué coqueta, qué desgraciada, qué perrada le hizo. Pero las chicas ahora la defendían: bien hecho, de quién iba a ser la culpa sino de él, y Chabuca ¿hasta cuándo iba a esperar la pobre Tere que se decidiera?, y la China qué iba a ser una perrada, al contrario, la perrada se la hizo él, la tuvo perdiendo su tiempo tanto tiempo y Pusy además Cachito era muy bueno. Fina y simpático y pintón y Chabuca y Cuéllar un tímido y la China un maricón.





V

Entonces Pichula Cuéllar volvió a las andadas. Qué bárbaro, decía Lalo, ¿corrió olas en Semana Santa? Y Chingolo: olas no, olones de cinco metros, hermano, así de grandes, de diez metros. Y Choto: hacían un ruido bestial, llegaban hasta las carpas, y Chabuca más, hasta el Malecón, sal­picaban los autos de la pista y, claro, nadie se bañaba. ¿Lo había hecho para que lo viera Teresita Arrarte?, sí, ¿para dejarlo mal al enamorado?, sí. Por supuesto, como diciéndole Tere fíjate a lo que me atrevo y Cachito a nada, ¿así que era tan nadador?, se remoja en la orillita como las mujeres y las criaturas, fíjate a quién te has perdido, qué bárbaro.

¿Por qué se pondría el mar tan bravo en Semana Santa?, decía Fina, y la China de cólera porque los judíos mataron a Cristo, y Choto ¿los judíos lo habían matado?, él creía que los romanos, qué sonso. Estábamos sentados en el Malecón, Fina, en ropa de baño, Choto, las piernas al aire, Mañuco, los olones reventaban, la China, y venían y nos mojaban los pies, Chabuca, qué fría estaba, Pusy, y qué sucia, Chingolo, el agua negra y la espuma café, Teresita, llena de yerbas y malaguas y Cachito Arnilla, y en eso pst pst, fíjense, ahí venía Cuéllar. ¿Se acercaría, Teresita?, ¿se haría el que no te veía? Cuadró el Ford frente al Club de Jazz de La Herradura, bajó, entró a Las Gaviotas y salió en ropa de baño —una nueva, decía Choto, una amari­lla, una Jantsen y Chingolo hasta en eso pensó, lo calculó todo para llamar la atención ¿viste, Lalo?—, una toalla al cuello como una chalina y anteojos de sol. Miró con burla a los bañistas asustados, arrinconados entre el Malecón y la playa y miró los olones alocados y furiosos que sacudían la arena y alzó la mano, nos saludó y se acercó. Hola Cuéllar, ¿qué tal ensartada, no?, hola, hola, cara de que no entendía, ¿mejor hubieran ido a bañarse a la piscina del Regatas, no?, qué hay, cara de por­qué, qué tal. Y por fin cara de ¿por los olones?: no, qué ocurrencia, qué tenían, qué nos pasaba (Pusy: la saliva por la boca y la sangre por las venas, ja ja), si el mar estaba regio así, Teresita ojitos, ¿lo decía en serio?, sí, formidable hasta para correr olas, ¿estaba bromeando, no?, manitas y Cachito ¿él se atrevería a bajarlas?, claro, a puro pecho o con colchón, ¿no le creíamos?, no, ¿de eso nos reíamos?, ¿tenían miedo?, ¿de veras?, y Tere ¿él no tenía?, no, ¿iba a entrar?, sí, ¿iba a correr olas?, claro: grititos. Y lo vieron quitarse la toalla, mirar a Teresita Arrarte (ase pondría colorada, no?, decía Lalo, y Choto no, qué se iba a poner, ¿y Cachito?, sí, él se muñequeó) y bajar corriendo las gradas del Malecón y arrearse al agua dando un mortal. Y lo vimos pasar rapidito la resaca de la orilla y llegar en un dos por tres a la reventazón. Venía una ola y él se hundía y después salía y se metía y salía, ¿qué parecía?, un pescadito, un bufeo, un gritito, ¿dónde estaba?, otro, mírenlo, un bracito, ahí, ahí. Y lo veían alejarse, desaparecer, apare­cer y achicarse hasta llegar donde empezaban los tumbos, Lalo, qué tumbos: grandes, temblones, se levantaban y nunca caían, saltitos, ¿era esa cosita blanca?, nervios, sí. Iba, venía, volvía, se perdía entre la espuma y las olas y retrocedía y seguía, ¿qué parecía?, un patillo, un barquito de papel, y para verlo mejor Teresita se paró, Chabuca, Choto, todos, Cachito también, pero ¿a qué hora las iba a correr? Se demoró pero por fin se animó. Se volteó hacia la playa y nos buscó y él nos hizo y ellos le hicieron adiós, adiós, toallita. Dejó pasar uno, dos, y al tercer tumbo lo vieron, lo adivinamos meter la cabeza, impulsarse con un brazo para pescar la corriente, poner el cuerpo duro y patalear. La agarró, abrió los brazos, se elevó (aun olón de ocho metros?, decía Lalo, más, ¿como el techo?, más, ¿como la catarata del Niágara, entonces?, más, mucho más) y cayó con la puntita de la ola y la montaña de agua se lo tragó y apareció el olón, ¿salió, salió?, y se acercó roncando como un avión, vomitando espuma, ¿ya, lo vieron, ahí está?, y por fin comenzó a bajar, a perder fuerza y él apareció, quietecito, y la ola lo traía suavecito, forrado de yuyos, cuánto aguantó sin respirar, qué pulmones, y lo varaba en la arena, qué bárbaro: nos había tenido con la lengua afuera, Lalo, no era para menos, claro. Así fue como recomenzó.

A mediados de este año, poco después de Fiestas Patrias, Cuéllar entró a trabajar en la fábrica de su viejo: ahora se corregirá, decían, se volverá un muchacho formal. Pero no fue así, al contrario. Salía de la oficina a las seis y a las siete estaba ya en Miraflores y a las siete y media en El Chasqui, acodado en el mostrador, tomando (una Cristal chica, un capitán) y esperando que llegara algún conocido para jugar cacho. Se anochecía ahí, entre dados, ceniceros repletos de puchos, timberos y botellas de cerveza helada, y remataba las noches viendo un show, en cabarets de mala muerte (el Nacional, el Pingüino, el Olímpico, el Turbillón) o, si andaba muca, acabándose de emborrachar en antros de lo peor, donde podía dejar en prenda su pluma Parker, su reloj Omega, su esclava de oro (cantinas de Surquillo o del Porvenir), y algunas mañanas se lo veía rasguñado, un ojo negro, una mano vendada: se perdió, decíamos, y las mucha­chas pobre su madre y ellos ¿sabes que ahora se junta con rosquetes, cafiches y pichicateros? Pero los sábados salía siempre con nosotros. Pasaba a buscarlos después del almuerzo y, si no íbamos al hipódromo o al Estadio, se encerraban donde Chingolo o Mañuco a jugar póquer hasta que oscu­recía. Entonces volvíamos a nuestras casas y se duchaban y acicalábamos y Cuéllar los recogía en el poderoso Nash que su viejo le cedió al cumplir la mayoría de edad, muchacho, ya tenía veintiún años, ya puedes votar y su vieja, corazón, no corras mucho que un día se iba a matar. Mientras nos entonábamos en el chino de la esquina con un trago corto, ¿irían al chifa?, discutíamos, ¿a la calle Capón?, y contaban chistes, ¿a comer anti­cuchos Bajo el Puente?, Pichulita era un campeón, ¿a la Pizzería?, saben ésa de y qué le dijo la ranita y la del general y si Torillo Mella se cortaba cuan­do se afeitaba ¿qué pasaba? se capaba, ja ja ja, el pobre era tan huevón.

Después de comer, ya picaditos con los chis­tes, íbamos a recorrer bulines, las cervezas, de La Victoria, la conversación, de prolongación Huánuco, el sillau y el ají, o de la avenida Argentina, o hacían una pascanita en el Embassy o en el Ambassador para ver el primer show desde el bar y terminá­bamos generalmente en la avenida Grau, donde Nanette. Ya llegaron los miraflorinos, porque ahí los conocían, hola Pichulita, por sus nombres y por sus apodos, ¿cómo estás? y las polillas se morían y ellos de risa: estaba bien. Cuéllar se calentaba y a veces las reñía y se iba dando un portazo, no vuel­vo más, pero otras se reía y les seguía la cuerda y esperaba, bailando, o sentado junto al tocadiscos con una cerveza en la mano, o conversando con Nanette, que ellos escogieran su polilla, subiéra­mos y bajaran: qué rapidito, Chingolo, les decía, ¿cómo te fue? o cuánto te demoraste, Mañuco, o te estuve viendo por el ojo de la cerradura, Choto, tie­nes pelos en el poto, Lalo. Y uno de esos sábados, cuando ellos volvieron al salón, Cuéllar no estaba y Nanette de repente se paró, pagó su cerveza y salió, ni se despidió. Salimos a la avenida Grau y ahí lo encontraron, acurrucado contra el volan­te del Nash, temblando, hermano, qué te pasó, y Lalo: estaba llorando. ¿Se sentía mal, mi viejo?, le decían, ¿alguien se burló de ti?, y Choto ¿quién te insultó?, quién, entrarían y le pegaríamos y Chingolo ¿las polillas lo habían estado fundiendo? y Mañuco ¿no iba a llorar por una tontería así, no? Que no les hiciera caso, Pichulita, anda, no llores, y él abrazaba el volante, suspiraba y con la cabeza y la voz rota no, sollozaba, no, no lo habían esta­do fundiendo, y se secaba los ojos con su pañuelo, nadie se había burlado, quién se iba a atrever. Y ellos cálmate, hombre, hermano, entonces por qué, ¿mucho trago?, no, ¿estaba enfermo?, no, nada, se sentía bien, lo palmeábamos, hombre, viejo, hermano, lo alentaban, Pichulita. Que se serenara, que se riera, que arrancara el potente Nash, vamos por ahí. Se tomarían la del estribo en el Turbillón, llegaremos justo al segundo show, Pichulita, que partiera y que no llorara. Cuéllar se calmó por fin, partió y en la avenida 28 de Julio ya estaba riéndose, viejo, y de repente un puchero, sincérate con nosotros, qué había pasado, y él nada, caray, se había entristecido un poco nada más, y ellos por qué si la vida era de mamey, compadre, y él de un montón de cosas, y Mañuco de qué por ejemplo, y él de que los hombres ofendieran tanto a Dios por ejemplo, y Lalo ¿de que qué dices?, y Choto ¿quería decir de que pecaran tanto?, y él sí, por ejemplo, ¿qué pelotas, no?, sí, y también de lo que la vida era tan aguada. Y Chingolo qué iba a ser aguada, hombre, era de mamey, y él porque uno se pasaba el tiempo trabajando, o chupando, o jara­neando, todos los días lo mismo y de repente enve­jecía y se moría ¿qué cojudo, no?, sí. ¿Eso había estado pensando donde Nanette?, ¿eso delante de las polillas?, sí, ¿de eso había llorado?, sí, y tam­bién de pena por la gente pobre, por los ciegos, los cojos, por esos mendigos que iban pidiendo limosna en el jirón de la Unión, y por los canilli­tas que iban vendiendo La Crónica ¿qué tonto, no? y por esos cholitos que te lustran los zapatos en la plaza San Martín, ¿qué bobo, no?, y nosotros claro, qué tonto, ¿pero ya se le había pasado, no?, claro, ¿se había olvidado?, por supuesto, a ver una risita para creerte, ja ja. Corre Pichulita, pícala, el fierro a fondo, qué hora era, a qué hora empezaba el show, quién sabía. ¿Estaría siempre esa mulata cubana?, ¿cómo se llamaba?, Ana, ¿qué le decían?, la Caimana, a ver, Pichulita, demuéstranos que se te pasó, otra risita: ja ja.
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VI
Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de ingenieros, Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre abollado, despintado, las lunas rajadas. Te matarás, corazón, no hagas locuras y su viejo era el colmo, muchacho, hasta cuándo no iba a cambiar, otra palomillada y no le daría ni un cen­tavo más, que recapacitara y se enmendara, si no por ti por su madre, se lo decía por su bien. Y noso­tros: ya estás grande para juntarte con mocosos, Pichulita. Porque le había dado por ahí. Las noches se las pasaba siempre timbeando con los noctámbu­los de El Chasqui o del D'Onofrio, o conversando y chupando con los bola de oro, los mafiosos del Haití (¿a qué hora trabaja, decíamos, o será cuento que trabaja?), pero en el día vagabundeaba de un barrio de Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas, vestido como James Dean (blue jeans ajustados, camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta el ombligo, en el pecho una cadenita de oro bailan­do y enredándose entre los vellitos, mocasines blan­cos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía en el Waikiki (hazme socio, papá, la tabla hawaiana era el mejor deporte para no engordar y él también podría ir, cuando hiciera sol, a almorzar con la vieja junto al mar) con pandillas de criaturas, mírenlo,mírenlo, ahí está, qué ricura, y qué bien acompañado se venía, qué frescura: uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón. Les enseñaba a manejar el Volvo, se lucía ante ellos dando curvas en dos ruedas en el Malecón y los llevaba al Estadio, al cachascán, a los toros, a las carreras, al Bowling, al box. Ya está, decíamos, era fatal: maricón. Y también: qué le quedaba, se comprendía, se le disculpaba pero, hermano, resulta cada día más difícil juntarse con él, en la calle lo miraban, lo silbaban y lo señala­ban, y Choto a ti te importa mucho el qué dirán, y Mañuco lo rajaban y Lalo si nos ven mucho con él y Chingolo te confundirán.
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Se dedicó un tiempo al deporte y ello lo hace más que nada para figurar: Pichulita Cuéllar, corredor de autos como antes de olas. Participó en el Circuito de Atocongo y llegó tercero. Salió fotografiado en La Crónica y en El Comercio felicitando al gana­dor, Arnaldo Alvarado era el mejor, dijo Cuéllar, el pundonoroso perdedor. Pero se hizo más famoso todavía un poco después, apostando una carrera al amanecer, desde la plaza San Martín hasta el par­que Salazar, con Quique Ganoza, éste por la buena pista, Pichulita contra el tráfico. Los patrulleros lo persiguieron desde Javier Prado, sólo lo alcanzaron en Dos de Mayo, cómo correría. Estuvo un día en la comisaría y ¿ya está?, decíamos, ¿con este escán­dalo escarmentará y se corregirá? Pero a las pocas semanas tuvo su primer accidente grave, haciendo el paso de la muerte —las manos amarradas al volante, los ojos vendados— en la avenida Angamos. Y el segundo, tres meses después, la noche que le dába­mos la despedida de soltero a Lalo. Basta, déjate de niñerías, decía Chingolo, para de una vez que ellos estaban grandes para estas bromitas y queríamos bajarnos. Pero él ni de a juego, qué teníamos, ¿des­confianza en el trome?, ¿tremendos vejetes y con tanto miedo?, no se vayan a hacer pis, ¿dónde había una esquina con agua para dar una curvita resba­lando? Estaba desatado y no podían convencerlo, Cuéllar, viejo, ya estaba bien, déjanos en nuestras casas, y Lalo mañana se iba a casar, no quería rom­perse el alma la víspera, no seas inconsciente, que no se subiera a las veredas, no cruces con la luz roja a esta velocidad, que no fregara. Chocó contra un taxi en Alcanfores y Lalo no se hizo nada, pero Mañuco y Choto se hincharon la cara y él se rompió tres costillas. Nos peleamos y un tiempo después los llamó por teléfono y nos amistamos y fueron a comer juntos pero esta vez algo se había fregado entre ellos y él y nunca más fue como antes.
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Desde entonces nos veíamos poco y cuando Mañuco se casó le envió parte de matrimonio sin invitación, y él no fue a la despedida y cuando Chingolo regresó de Estados Unidos casado con una gringa bonita y con dos hijos que apenitas chapurreaban español, Cuéllar ya se había ido a la montaña, a Tingo María, a sembrar café, decían, y cuando venía a Lima y lo encontraban en la calle, apenas nos saludábamos, qué hay cholo, cómo estás Pichulita, qué te cuentas viejo, ahí vamos, chau y ya había vuelto a Miraflores, más loco que nunca, y ya se había matado, yendo al norte, ¿cómo?, en un choque, ¿dónde?, en las traicioneras curvas de Pasamayo, pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó.
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Eran hombres hechos y derechos ya y tenía­mos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón, Santa Rosa o las playas del sur, y comenzába­mos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en sus pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.
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..............FIN