miércoles, 16 de mayo de 2007

Los cachorros




A la memoria de Sebastián Salazar Bondy



I

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes pre­ferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.

Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el tercero A, hermano? Sí, el hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara, ahora a callar.

Apareció una mañana, a la hora de la forma­ción, de la mano de su papá, y el hermano Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era más chi­quito todavía que Rojas, y en la clase el hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina.

Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas. Los catorce incas, Cuéllar, decía el hermano Leoncio, y él se los recita­ba sin respirar, los Mandamientos, las tres estrofas del himno marista, la poesía Mi bandera de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le decía Lalo y el hermano muy buena memoria, jovencito, y a nosotros ¡aprendan, bellacos! Él se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a toda la clase por encima del hombro, sobrándose (de a mentiras, en el fondo no era sobrado, sólo un poco loquibam­bio y juguetón. Y, además, buen compañero. Nos soplaba en los exámenes y en los recreos nos con­vidaba chupetes, ricacho, tofis, suertudo, le decía Choto, te dan más propina que a nosotros cuatro, y él por las buenas notas que se sacaba, y nosotros menos mal que eres buena gente, chanconcito, eso lo salvaba).

Las clases de la primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el hermano Lucio hacía romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau, guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses solo mordían cuando­ olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi viejo, y Choto yo me treparía al arco, así no lo alcanzaría, y Cuéllar sacaba su puñalito y chas chas lo soñaba, deslonjaba y enterrabaaaaauuuu, mirando al cielo, uuuuuaaaauuuuu, las dos manos en la boca, auauauauauuuuuu: ¿qué tal gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la media y a nosotros los grandes nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las lenguas afuera, sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y salíamos a la calle. Bajaban por la Diagonal haciendo pases de básquet con los maletines, chápate ésta papacito, cruzábamos el parque a la altura de Las Delicias, ¡la chapé!, ¿viste, mamacita?, y en la bodeguita de la esquina de D'Onofrio comprábamos barquillos, ¿de vainilla?, ¿mixtos?, echa un poco más, cholo, no estafes, un poquito de limón, tacaño, una yapita de fresa. Y después seguían bajando por la Diagonal, el Violín Gitano, sin hablar, la calle Porta, absortos en los helados, un semáforo, shhp chupando shhhp y saltando hasta el edificio San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía, vamos al Terrazas, le pedirían la pelota al Chino, ¿no que­ría jugar por la selección de la clase?, hermano, para eso había que entrenarse un poco, ven vamos anda, sólo hasta las seis, un partido de fulbito en el Terrazas, Cuéllar. No podía, su papá no lo dejaba, tenía que hacer las tareas. Lo acompañaban hasta su casa, ¿cómo iba a entrar al equipo de la clase si no se entrenaba?, y por fin acabábamos yéndonos al Terrazas solos. Buena gente pero muy chancón, decía Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no era culpa suya, su viejo debía ser un fre­gado, y Chingolo claro, él se moría por venir con ellos y Mañuco iba a estar bien dificil que entrara al equipo, no tenía físico, ni patada, ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni nada. Pero cabecea bien, decía Choto, y además era hincha nuestro, había que meterlo como sea decía Lalo, y Chingolo para que esté con nosotros y Mañuco sí, lo meteríamos, ¡aunque iba a estar más difícil!

Pero Cuéllar, que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó tanto en el verano que al año siguiente se ganó el puesto de interior izquierdo en la selección de la clase: mens sana in corpore sano, decía el hermano Agustín, ¿ya veíamos?, se puede ser buen deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su ejemplo. ¿Cómo has hecho?, le decía Lalo, ¿de dónde esa cintura, esos pases, esa codi­cia de pelota, esos tiros al ángulo? Y él: lo había entrenado su primo el Chispas y su padre lo llevaba al Estadio todos los domingos y ahí, viendo a los cracks, les aprendía los trucos, ¿captábamos? Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas, sólo viendo y jugando fútbol mañana y tarde, toquen esas pantorrillas, ¿no se habían pues­to duras? Sí, ha mejorado mucho, le decía Choto al hermano Lucio, de veras, y Lalo es un delantero ágil y trabajador, y Chingolo qué bien organizaba el ataque y, sobre todo, no perdía la moral, y Mañuco ¿vio cómo baja hasta el arco a buscar pelota cuando el enemigo va dominando, hermano Lucio?, hay que meterlo al equipo. Cuéllar se reía feliz, se soplaba las uñas y se las lustraba en la camiseta de cuarto A, mangas blancas y pechera azul: ya está, le decía­mos, ya te metimos pero no te sobres.

En julio, para el campeonato interaños, el her­mano Agustín autorizó al equipo de cuarto A a entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes, a la hora de dibujo y música. Después del segundo recreo, cuando el patio quedaba vacío, mojadito por la garúa, lustrado como un chimpún nuevecito, los once seleccionados bajaban a la can­cha, nos cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros, salían de los camarines en fila india, a paso gimnástico, encabezados por Lalo, el capitán. En todas las ventanas de las aulas aparecían caras envidiosas que espiaban sus carre­ras, había un vientecito frío que arrugaba las aguas de la piscina (¿tú te bañarías?, después del match, ahora no, brrr qué frío), sus saques, y movía las copas de los eucaliptos y ficus del parque que aso­maban sobre el muro amarillo del colegio, sus pena­les y la mañana se iba volando: entrenamos regio, decía Cuéllar, bestial, ganaremos. Una hora después el hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir a sus casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te copias todas las de los cracks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Tato Terry?) se metía siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas se apareció en la puerta de los camarines, guau guau guau, sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano, y Choto ¿cinco?, más mucho más), el vozarrón del hermano Lucio, las lisuras de Leoncio (¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?, no, pero se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz), los carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los hermanos, su terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero era punta sangre. Qué más, qué pasó después mientras yo me vestía, decía Lalo, y Chingolo el hermano Agustín y el hermano Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por hora, tocando bocina y bocina como los bomberos, como una ambulancia. Mientras tanto el hermano Leoncio perseguía a Judas, que iba y venía por el patio dando brincos, volatines, lo agarraba y lo metía a su jaula y por entre los alambres (quería matarlo, decía Choto, si lo hubieras visto, asusta­ba) lo azotaba sin misericordia, colorado, el moño bailándole sobre la cara.

Esa semana, la misa del domingo, el rosario del viernes y las oraciones del principio y del fin de las clases fueron por el restablecimiento de Cuéllar, pero los hermanos se enfurecían si los alumnos hablaban entre ellos del accidente, nos chapaban y un cocacho, silencio, toma, castigado hasta las seis. Sin embargo, ese fue el único tema de conversación en los recreos y en las aulas, y el lunes siguiente cuando, a la salida del colegio, fueron a visitarlo a la Clínica Americana, vimos que no tenía nada en la cara ni en las manos. Estaba en un cuartito lindo, hola Cuéllar, paredes blancas y cortinas cremas, ¿ya te sanaste, cumpita?, junto a un jardín con floreci­tas, pasto y un árbol. Ellos lo estábamos vengando, Cuéllar, en cada recreo pedrada y pedrada contra la jaula de Judas y él bien hecho, prontito no le que­daría un hueso sano al desgraciado, se reía, cuando saliera iríamos al colegio de noche y entraríamos por los techos, viva el jovencito pam pam, el Águila Enmascarada chas chas, y le haríamos ver estrellas, de buen humor pero flaquito y pálido, a ese perro, como él a mí. Sentadas a la cabecera de Cuéllar había dos señoras que nos dieron chocolates y se salieron al jardín, corazón, quédate conversando con tus amiguitos, se fumarían un cigarrillo y vol­verían, la del vestido blanco es mi mamá, la otra una tía. Cuenta Cuéllar, hermanito, qué pasó, ¿le había dolido mucho?, muchísimo, ¿dónde lo había mordido?, ahí pues, y se muñequeó, ¿en la pichuli­ta?, sí, coloradito, y se rió y nos reímos y las seño­ras desde la ventana adiós, adiós corazón, y a nosotros solo un momentito más porque Cuéllar todavía no estaba curado y él chist, era un secreto, su viejo no quería, tampoco su vieja, que nadie supiera, mi cholo, mejor no digas nada, para qué, había sido en la pierna nomás, corazón ¿ya? La operación duró dos horas, les dijo, volvería al colegio dentro de diez días, fíjate cuántas vacaciones, qué más quie­res, le había dicho el doctor. Nos fuimos y en la clase todos querían saber, ¿le cosieron la barriga, cierto?, ¿con aguja e hilo, cierto? Y Chingolo cómo se empavó cuando nos contó, ¿sería pecado hablar de eso?, Lalo no, qué iba a ser, a él su mamá le decía cada noche antes de acostarse: ¿ya te enjuagaste la boca, ya hiciste pipí?, y Mañuco pobre Cuéllar, qué dolor tendría, si un pelotazo ahí sueña a cualquiera cómo sería un mordisco y, sobre todo piensa en los colmillos que se gasta Judas, cojan piedras, vamos a la cancha, a la una, a las dos, a las tres, guau guau guau guau, ¿le gustaba?, desgraciado, que tomara y aprendiera. Pobre Cuéllar, decía Choto, ya no podría lucirse en el campeonato que empieza mañana, y Mañuco tanto entrenarse de balde y lo peor es que, decía Lalo, esto nos ha debilitado el equipo, hay que rajarse si no queremos quedar a la cola, muchachos, juren que se rajarán.



II


Sólo volvió al colegio después de Fiestas Patrias y, cosa rara, en vez de haber escarmentado con el fútbol (¿no era por el fútbol, en cierta forma, que lo mordió Judas?) vino más deportista que nunca. En cambio, los estudios comenzaron a importarle menos. Y se comprendía, ni tonto que fuera, ya no le hacía falta chancar: se presentaba a los exáme­nes con promedios muy bajos y los hermanos lo pasaban, malos ejercicios y óptimo, pésimas tareas y aprobado. Desde el accidente te soban, le decía­mos, no sabías nada de quebrados y, qué tal raza, te pusieron dieciséis. Además, lo hacían ayudar misa, Cuéllar lea el catecismo, llevar el gallardete del año en las procesiones, borre la pizarra, cantar en el coro, reparta las libretas, y los primeros viernes entraba al desayuno aunque no comulgara. Quién como tú, decía Choto, te das la gran vida, lástima que Judas no nos mordiera a nosotros, y él no era por eso: los hermanos lo sobaban de miedo a su viejo. Bandidos, qué le han hecho a mi hijo, les cierro el colegio, los mando a la cárcel, no saben quién soy, iba a matar a esa maldita fiera y al her­mano director, calma, cálmese señor, lo sacudió del babero. Fue así, palabra, decía Cuéllar, su viejo se lo había contado a su vieja y aunque se secreteaban él, desde mi cama de la clínica, los oyó: era por eso que lo sobaban, nomás. ¿Del babero?, qué tru­quero, decía Lalo, y Chingolo a lo mejor era cierto, por algo había desaparecido el maldito animal. Lo habrán vendido, decíamos, se habrá escapado, se lo regalarían a alguien, y Cuéllar no, no, seguro que su viejo vino y lo mató, él siempre cumplía lo que prometía. Porque una mañana la jaula amaneció vacía y una semana después, en lugar de Judas, ¡cuatro conejitos blancos! Cuéllar, lléveles lechugas, ah compañerito, deles zanahorias, cómo te sobaban, cámbieles el agua y él feliz.

Pero no solo los hermanos se habían puesto a mimarlo, también a sus viejos les dio por ahí. Ahora Cuéllar venía todas las tardes con nosotros al Terrazas a jugar fulbito (¿tu viejo ya no se enoja?, ya no, al contrario, siempre le preguntaba quién ganó el match, mi equipo, cuántos goles metiste, ¿tres?, ¡bravo!, y él no te molestes, mamá, se me rasgó la camisa jugando, fue casualidad, y ella sonsito, qué importaba, corazoncito, la muchacha se la cosería y te serviría para dentro de casa, que le diera un beso) y después nos íbamos a la cazuela del Excélsior, del Ricardo Palma o del Leuro a ver seriales, dramas impropios para señoritas, películas de Cantinflas y Tin Tan. A cada rato le aumentaban las propinas y me compran lo que quiero, nos decía, se los había metido al bolsillo a mis papás, me dan gusto en todo, los tenía aquí, se mueren por mí. Él fue el primero de los cinco en tener patines, bicicleta, motocicleta y ellos Cuéllar que tu viejo nos regale una copa para el campeonato, que los llevara a la piscina del Estadio a ver nadar a Merino y al Conejo Villarán y que nos recogiera en su auto a la salida de la vermouth, y su viejo nos la regalaba y los llevaba y nos recogía en su auto: sí, lo tenía aquí.

Por ese tiempo, no mucho después del accidente, comenzaron a decirle Pichulita. El apodo nació en la clase, ¿fue el sabido de Gumucio el que lo inventó?, claro, quién iba a ser, y al principio Cuéllar, hermano, lloraba, me están diciendo una mala palabra, como un marica, ¿quién?, ¿qué te dicen?, una cosa fea, hermano, le daba vergüenza repetírsela, tartamudeando y las lágrimas que se le saltaban, y después en los recreos los alumnos de otros años Pichulita qué hubo, y los mocos que se le salían, cómo estás, y él hermano, fíjese, corría donde Leoncio, Lucio, Agustín o el profesor Cañón Paredes: ése fue. Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho, Pichulita he dicho, blanco de cóle­ra, maricón, temblándole las manos y la voz, a ver repite si te atreves, Pichulita, ya me atreví y qué pasaba y él entonces cerraba los ojos y, tal como le había aconsejado su papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta, y los desafiaba, le pisas el pie y bandangán, y se trompeaba, un sopapo, un cabezazo, un patadón, donde fuera, en la fila o en la cancha, lo mandas al suelo y se acabó, en la clase, en la capilla, no te fregarán más. Pero más se calentaba y más lo fastidiaban y una vez, era un escándalo, hermano, vino su padre echando chispas a la Dirección, martirizaban a su hijo y él no lo iba a permitir. Que tuviera pantalones, que castigara a esos mocosos o lo haría él, pondría a todo el mundo en su sitio, qué insolencia, un manotazo en la mesa, era el colmo, no faltaba más. Pero le habían pegado el apodo como una estampilla y, a pesar de los castigos de los hermanos, de los sean más humanos, ténganle un poco de piedad, del director, y a pesar de los llantos y las pataletas y las ame­nazas y golpes de Cuéllar, el apodo salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los barrios de Miraflores y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre. Pichulita pasa la pelota, no seas angurriento, ¿cuánto te sacaste en álgebra, Pichulita?, te cambio una fruna, Pichulita, por una melcocha, y no dejes de venir mañana al paseo a Chosica, Pichulita, se bañarían en el río, los hermanos llevarían guantes y podrás boxear con Gumucio y vengarte, Pichulita, ¿tienes botas?, porque habría que trepar al cerro, Pichulita, y al regreso todavía alcanzarían la ver­mouth, Pichulita, ¿te gustaba el plan?

También a ellos, Cuéllar, que al comienzo nos cuidábamos, cumpa, comenzó a salírseles, viejo, contra nuestra voluntad, hermano, hincha, de repente Pichulita y él, colorado, ¿qué?, o pálido ¿tú también Chingolo?, abriendo mucho los ojos, hombre, perdón, no había sido con mala intención, ¿él también, su amigo también?, hombre, Cuéllar, que no se pusiera así, si todos se lo decían a uno se le contagiaba, ¿tú también, Choto?, y se le venía a la boca sin querer, ¿él también, Mañuco?, ¿así le decíamos por la espalda?, ¿se daba media vuel­ta y ellos Pichulita, cierto? No, qué ocurrencia, lo abrazábamos, palabra que nunca más y además por qué te enojas, hermanito, era un apodo como cual­quier otro y por último, ¿al cojito Pérez no le dices tú Cojinoba y al bizco Rodríguez Virolo o Mirada Fatal y Pico de Oro al tartamudo Rivera? ¿Y no le decían a él Choto y a él Chingolo y a él Mañuco ya él Lalo? No te enojes, hermanón, sigue jugando, anda, te toca.

Poco a poco fue resignándose a su apodo y en sexto año ya no lloraba ni se ponía matón, se hacía el desentendido y a veces hasta bromeaba, Pichulita no ¡Pichulaza ja ja!, y en primero de media se había acostumbrado tanto que, más bien, cuando le decían Cuéllar se ponía serio y miraba con desconfianza, como dudando, ¿no sería burla? Hasta estiraba la mano a los nuevos amigos diciendo mucho gusto, Pichula Cuéllar a tus órdenes.

No a las muchachas, claro, sólo a los hombres. Porque en esa época, además de los deportes, ya se interesaban por las chicas. Habíamos comenza­do a hacer bromas, en las clases, oye, ayer lo vi a Pirulo Martínez con su enamorada, en los recreos, se paseaban de la mano por el Malecón y de repente ¡pum, un chupete!, y a las salidas, ¿en la boca?, sí y se habían demorado un montón de rato besándose. Al poco tiempo, ése fue el tema principal de sus conversaciones. Quique Rojas tenía una hembrita mayor que él, rubia, de ojazos azules y el domin­go Mañuco los vio entrar juntos a la matiné del Ricardo Palma y a la salida ella estaba despeina­dísima, seguro habían tirado plan, y el otro día en la noche Choto lo pescó al venezolano de quinto, ese que le dicen Múcura por la bocaza, viejo, en un auto, con una mujer muy pintada y, por supuesto, estaban tirando plan, y tú, Lalo, ¿ya tiraste plan?, y tú, Pichulita, ja ja, y a Mañuco le gustaba la her­mana de Perico Sáenz, y Choto iba a pagar un hela­do y la cartera se le cayó y tenía una foto de una Caperucita Roja en una fiesta infantil, ja ja, no te muñequees, Lalo, ya sabemos que te mueres por la flaca Rojas, y tú Pichulita ¿te mueres por alguien?, y él no, colorado, todavía, o pálido, no se moría por nadie, y tú y tú, ja ja.

Si salíamos a las cinco en punto y corríamos por la avenida Pardo como alma que lleva el diablo, alcanzaban justito la salida de las chicas del Colegio La Reparación. Nos parábamos en la esquina y fíjate, ahí estaban los ómnibus, eran las de tercero y la de la segunda ventana es la hermana del cholo Cánepa, chau, chau, y ésa, mira, háganle adiós, se rió, se rió y la chiquita nos contestó, adiós, adiós, pero no era para ti, mocosa, y ésa y ésa. A veces les llevábamos papelitos escritos y se los lanzaban a la volada, qué bonita eres, me gustan tus trenzas, el uniforme te queda mejor que a ninguna, tu amigo Lalo, cuidado, hombre, ya te vio la monja, las va a castigar, ¿cómo te llamas?, yo Mañuco, ¿vamos el domingo al cine?, que le contestara mañana con un papelito igual o haciéndome a la pasada del ómnibus con la cabeza que sí. Y tú Cuéllar, ¿no le gustaba ninguna?, sí, esa que se sienta atrás, ¿la cuatrojos?, no, no, la de al ladito, por qué no le escribía entonces, y él qué le ponía, a ver, a ver, ¿quieres ser mi amiga?, no, qué bobada, quería ser su amigo y le mandaba un beso, sí, esto estaba mejor, pero era corto, algo más con­chudo, quiero ser tu amigo y le mandaba un beso y te adoro, ella sería la vaca y yo seré el toro, ja ja. Y ahora firma tu nombre y tu apellido y que le hiciera un dibujo, ¿por ejemplo cuál?, cualquiera, un torito, una florecita, una pichulita, y así se nos pasabanlas tardes, correteando tras los ómnibus del Colegio La Reparación y, a veces, íbamos hasta la avenida Arequipa a ver a las chicas de uniformes blancos del Villa María, ¿acababan de hacer la primera comu­nión? les gritábamos, e incluso tomaban el Expreso y nos bajábamos en San Isidro para espiar a las del Santa Úrsula y a las del Sagrado Corazón. Ya no jugábamos tanto habito como antes.

Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en fiestas mixtas, ellos se quedaban en los jardi­nes, simulando que jugaban a la pega tú la llevas, la berlina adivina quién te dijo o matagente ¡te toqué!, mientras que éramos puro ojos, puro oídos, ¿qué pasaba en el salón?, ¿qué hacían las chicas con esos agrandados, qué envidia, que ya sabían bailar? Hasta que un día se decidieron a aprender ellos también y entonces nos pasábamos sábados, domingos íntegros, bailando entre hombres, en casa de Lalo, no, en la mía que es más grande era mejor, pero Choto tenía más discos, y Mañuco pero yo tengo a mi hermana que puede enseñarnos y Cuéllar no, en la de él, sus viejos ya sabían y un día toma, su mamá, corazón, le regalaba ese pick-up, ¿para él solito?, sí, ¿no quería aprender a bailar? Lo pondría en su cuarto y llamaría a sus amiguitos y se ence­rraría con ellos cuanto quisiera y también cómprate discos, corazón, anda a Discocentro, y ellos fueron y escogimos huarachas, mambos, boleros y valses y la cuenta la mandaban a su viejo, nomás, el señor Cuéllar, dos ocho cinco Mariscal Castilla. El vals y el bolero eran fáciles, había que tener memoria y contar, uno aquí, uno allá, la música no importaba tanto. Lo dificil eran la huaracha, tenemos que aprender figuras, decía Cuéllar, el mambo, y a dar vueltas y soltar a la pareja y lucirnos. Casi al mismo tiempo aprendimos a bailar y a fumar, tro­pezándonos, atorándose con el humo de los Lucky y Viceroy, brincando hasta que, de repente, ya herma­no, lo agarraste, salía, no lo pierdas, muévete más, mareándonos, tosiendo y escupiendo, ¿a ver, se lo había pasado?, mentira, tenía el humo bajo la len­gua, y Pichulita yo, que le contáramos a él, ¿había­mos visto?, ocho, nueve, diez, y ahora lo botaba: ¿sabía o no sabía golpear? Y también echarlo por la nariz y agacharse y dar una vueltecita y levantarse sin perder el ritmo.

Antes, lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine, y daban cualquier cosa por un match de fútbol, y ahora en cambio lo que más eran las chicas y el baile y por lo que dábamos cual­quier cosa era una fiesta con discos de Pérez Prado y permiso de la dueña de la casa para fumar. Tenían fiestas casi todos los sábados y cuando no íbamos de invitados nos zampábamos y, antes de entrar, se metían a la bodega de la esquina y le pedíamos al chino, golpeando el mostrador con el puño: ¡cinco capitanes! Seco y volteado, decía Pichulita, así, glu glu, como hombres, como yo.

Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orques­ta, fuimos a esperarlo a la Córpac, y Cuéllar, a ver quién se aventaba como yo, consiguió abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del saco y le gritó: «¡Rey del mambo!». Pérez Prado le sonrió y también me dio la mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo siguieron, confun­didos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby Lozano, hasta la plaza San Martín y, a pesar de la prohibición del arzobispo y de las advertencias de los hermanos del Colegio Champagnat, fuimos a la plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el cam­peonato nacional de mambo. Cada noche, en casa de Cuéllar, ponían Radio El Sol y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano, qué ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano.

Ya usaban pantalones largos entonces, nos pei­nábamos con gomina y habían desarrollado, sobre todo Cuéllar, que de ser el más chiquito y el más enclenque de los cinco pasó a ser el más alto y el más fuerte. Te has vuelto un Tarzán, Pichulita, le decíamos, qué cuerpazo te echas al diario.


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III
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El primero en tener enamorada fue Lalo, cuando andábamos en tercero de media. Entró una noche al Cream Rica, muy risueño, ellos qué te pasa y él radiante, sobrado como un pavo real: le caí a Chabuca Molina, me dijo que sí. Fuimos a festejar­lo al Chasqui y, al segundo vaso de cerveza, Lalo, qué le dijiste en tu declaración, Cuéllar comenzó a ponerse nerviosito, ¿le había agarrado la mano?, pesadito, qué había hecho Chabuca, Lalo, y pre­guntón ¿la besaste, di? Él nos contaba, contento, y ahora les tocaba a ellos, salud, hecho un cara­melo de felicidad, a ver si nos apurábamos a tener enamorada y Cuéllar, golpeando la mesa con su vaso, cómo fue, qué dijo, qué le dijiste, qué hicis­te. Pareces un cura, Pichulita, decía Lalo, me estás confesando y Cuéllar cuenta, cuenta, qué más. Se tomaron tres Cristales y, a medianoche, Pichulita se zampó. Recostado contra un poste, en plena avenida Larco, frente a la Asistencia Pública, vomitó: cabeza de pollo, le decíamos, y también qué desperdicio, botar así la cerveza con lo que costó, qué derroche. Pero él, nos traicionaste, no estaba con ganas de bromear, Lalo traidor, echando espuma, te adelan­taste, buitreándose la camisa, caerle a una chica, el pantalón, y ni siquiera contarnos que la siriaba, Pichulita, agáchate un poco, te estás manchando hasta el alma, pero él nada, eso no se hacía, qué te importa que me manche, mal amigo, traidor. Después, mientras lo limpiábamos, se le fue la furia y se puso sentimental: ya nunca más te veríamos, Lalo. Se pasaría los domingos con Chabuca y nunca más nos buscarás, maricón. Y Lalo qué ocurrencia, hermano, la hembrita y los amigos eran dos cosas distintas pero no se oponen, no había que ser celo­so, Pichulita, tranquilízate, y ellos dense la mano pero Cuéllar no quería, que Chabuca le diera la mano, yo no se la doy. Lo acompañamos hasta su casa y todo el camino estuvo murmurando cállate viejo y requintando, ya llegamos, entra despacito, despacito, pasito a paso como un ladrón, cuidadito, si haces bulla tus papis se despertarán y te pescarán. Pero él comenzó a gritar, a ver, a patear la puerta de su casa, que se despertaran y lo pescaran y qué iba a pasar, cobardes, que no nos fuéramos, él no les tenía miedo a sus viejos, que nos quedáramos y viéramos. Se ha picado, decía Mañuco, mientras corríamos hacia la Diagonal, dijiste le caí a Chabuca y mi cumpa cambió de cara y de humor, y Choto era envidia, por eso se emborrachó y Chingolo sus viejos lo iban a matar. Pero no le hicieron nada. ¿Quién te abrió la puerta?, mi mamá y ¿qué pasó?, le decíamos, ¿te pegó? No, se echó a llorar, corazón, cómo era posible, cómo iba a tomar licor a su edad, y también vino mi viejo y lo riñó, nomás, ¿no se repetiría nunca?, no papá, ¿le daba vergüenza lo que había hecho?, sí. Lo bañaron, lo acostaron y a la mañana siguiente les pidió perdón. También a Lalo, hermano, lo siento, ¿la cerveza se me subió, no?, ¿te insulté, te estuve fundiendo, no? No, qué adefesio, cosa de tragos, choca esos cinco y amigos, Pichulita, como antes, no pasó nada.
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Pero pasó algo: Cuéllar comenzó a hacer locuras para llamar la atención. Lo festejaban y le seguía­mos la cuerda, ¿a que me robo el carro del viejo y nos íbamos a dar curvas a la Costanera, mucha­chos?, a que no hermano, y él se sacaba el Chevrolet de su papá y se iban a la Costanera; ¿a que bato el récord de Boby Lozano?, a que no hermano, y él vsssst por el Malecón vsssst desde Benavides hasta la Quebrada vsssst en dos minutos cincuenta, ¿lo batí?, sí y Mañuco se persignó, lo batiste, y tú qué miedo tuviste, rosquetón; ¿a que nos invitaba al Oh, Qué Bueno y hacíamos perro muerto?, a que no her­mano, y ellos iban al Oh, Qué Bueno, nos atragantá­bamos de hamburgers y de milk shakes, partían uno por uno y desde la iglesia de Santa María veíamos a Cuéllar hacerle un quite al mozo y escapar ¿qué les dije?, ¿a que me vuelo todos los vidrios de esa casa con la escopeta de perdigones de mi viejo?, a que no, Pichulita, y él se los volaba. Se hacía el loco para impresionar, pero también para ¿viste, viste? sacarle cachita a Lalo, tú no te atreviste y yo sí me atreví. No le perdona la de Chabuca, decíamos, qué odio le tiene.
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En cuarto de media, Choto le cayó a Fina Salas y le dijo que sí, y Mañuco a Pusy Lañas y también que sí. Cuéllar se encerró en su casa un mes y en el colegio apenas si los saludaba, oye, qué te pasa, nada, ¿por qué no nos buscaba, por qué no salía con ellos?, no le provocaba salir. Se hace el misterioso, decían, el interesante, el torcido, el resentido. Pero poco a poco se conformó y volvió al grupo. Los domingos, Chingolo y él se iban solos a la mati­né (solteritos, les decíamos, viuditos), y después mataban el tiempo de cualquier manera, aplanando calles, sin hablar o apenas vamos por aquí, por allá, las manos en los bolsillos, oyendo discos en casa de Cuéllar, leyendo chistes o jugando naipes, y a las nueve se caían por el parque Salazar a buscar a los otros, que a esa hora ya estábamos despidiendo a las enamoradas. ¿Tiraron buen plan?, decía Cuéllar, mientras nos quitábamos los sacos, se aflojaban las corbatas y nos remangábamos los puños en el billar de la alameda Ricardo Palma, ¿un plancito firme, muchachos?, la voz enferma de pica, envidia y mal­humor, y ellos cállate, juguemos, ¿mano, lengua?, pestañeando como si el humo y la luz de los focos le hincharan los ojos, y nosotros ¿le daba cólera, Pichulita?, ¿por qué en vez de picarse no se conse­guía una hembrita y paraba de fregar?, y él ¿se chu­petearon?, tosiendo y escupiendo como un borra­cho, ¿hasta atorarse?, taconeando, ¿les levantaron la falda, les metimos el dedito?, y ellos la envidia lo corroía, Pichulita, ¿bien riquito, bien bonito?, lo enloquecía, mejor se callaba y empezaba. Pero él seguía, incansable, ya, ahora en serio, ¿qué les habíamos hecho?, ¿las muchachas se dejaban besar cuánto tiempo?, ¿otra vez, hermano?, cállate, ya se ponía pesado, y una vez Lalo se enojó: mierda, iba a partirle la jeta, hablaba como si las enamoradas fueran cholitas de plan. Los separamos y los hicie­ron amistar, pero Cuéllar no podía, era más fuerte que él, cada domingo con la misma vaina: a ver ¿cómo les fue?, que contáramos, ¿rico el plan?

En quinto de media, Chingolo le cayó a la Bebe Romero y le dijo que no, a la Tula Ramírez y que no, a la China Saldívar y que sí: a la tercera va la vencida, decía, el que la sigue la consigue, feliz. Lo festejamos en el barcito de los cachascanistas de la calle San Martín. Mudo, encogido, triste en su silla del rincón, Cuéllar se aventaba capitán tras capi­tán: no pongas esa cara, hermano, ahora le tocaba a él. Que se escogiera una hembrita y le cayera, le decíamos, te haremos el bajo, lo ayudaríamos y nuestras enamoradas también. Sí, sí, ya escogería, capitán tras capitán y, de repente, chau, se paró: estaba cansado, me voy a dormir. Si se quedaba iba a llorar, decía Mañuco, y Choto estaba que se aguantaba las ganas, y Chingolo si no lloraba le daba una pataleta como la otra vez. Y Lalo: había que ayudarlo, lo decía en serio, le conseguiríamos una hembrita aunque fuera feíta, y se le quitaría el complejo. Sí, sí, lo ayudaríamos, era buena gente, un poco fregado a veces pero en su caso cualquiera, se le comprendía, se le perdonaba, se le extrañaba, se le quería, tomemos a su salud, Pichulita, choquen los vasos, por ti.
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Desde entonces, Cuéllar se iba solo a la mati­né los domingos y días feriados –lo veíamos en la oscuridad de la platea, sentadito en las filas de atrás, encendiendo pucho tras pucho, espiando a la disimulada a las parejas que tiraban plan–, y se reunía con ellos nada más que en las noches, en el billar, en el Bransa, en el Cream Rica, la cara amar­ga, ¿qué tal domingo? y la voz ácida, él muy bien y ustedes me imagino que requetebién ¿no?

Pero en el verano ya se le había pasado el colerón; íbamos juntos a la playa –a La Herradura, ya no a Miraflores–, en el auto que sus viejos le habían regalado por Navidad, un Ford convertible que tenía el escape abierto, no respetaba los semáforos y ensordecía, asustaba a los transeúntes. Mal que mal, se había hecho amigo de las chicas y se llevaba bien con ellas, a pesar de que siempre, Cuéllar, lo andaban fundiendo con la misma cosa: ¿por qué no le caes a alguna muchacha de una vez? Así serían cinco parejas y saldríamos en patota todo el tiempo y estarían para arriba y para abajo juntos ¿por qué no lo haces? Cuéllar se defendía bromeando, no porque entonces ya no cabrían todos en el poderoso Ford y una de ustedes sería la sacrificada, despis­tando, ¿acaso nueve no íbamos apachurrados? En serio, decía Pusy, todos tenían enamorada y él no, ¿no te cansas de tocar violín? Que le cayera a la flaca Gamio, se muere por ti, se los había confesado el otro día, donde la China, jugando a la berlina, ¿no te gusta? Cáele, le haríamos corralito, lo acep­taría, decídete. Pero él no quería tener enamorada y ponía cara de forajido, prefiero mi libertad, y de conquistador, solterito se estaba mejor. Tu libertad para qué, decía la China, ¿para hacer barbaridades?, y Chabuca ¿para irse de plancito?, y Pusy ¿con huachafitas?, y él cara de misterioso, a lo mejor, de cafiche, a lo mejor y de vicioso: podía ser. ¿Por qué ya nunca vienes a nuestras fiestas?, decía Fina, antes venías a todas y eras tan alegre y bailabas tan bien, ¿qué te pasó, Cuéllar? Y Chabuca que no fuera aguado, ven y así un día encontrarás una chica que te guste y le caerás. Pero él ni de a vainas, de perdido, nuestras fiestas lo aburrían, de sobrado ave­jentado, no iba porque tenía otras mejores donde me divierto más. Lo que pasa es que no te gustan las chicas decentes, decían ellas, y él como amigas claro que sí, y ellas sólo las cholas, las medio pelo, las bandidas y, de pronto, Pichulita, sssí le gggggus­tabbbban, comenzaba, las chicccas decenttttes, a tartamudear, sssólo qqqque la flacca Gamio nnno, ellas ya te muñequeaste y él adddemás no habbbbía tiempo por los exámmmmenes y ellos déjenlo en paz, salíamos en su defensa, no lo van a convencer, él tenía sus plancitos, sus secretitos, apúrate herma­no, mira qué sol, La Herradura debe estar que arde, hunde la pata, hazlo volar al poderoso Ford.
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Nos bañábamos frente a Las Gaviotas y, mientras las cuatro parejas se asoleaban en la arena, Cuéllar se lucía corriendo olas. A ver esa que se está for­mando, decía Chabuca, ésa tan grandaza ¿podrás? Pichulita se paraba de un salto, le había dado en la yema del gusto, en eso al menos podía ganarnos: lo iba a intentar, Chabuquita, mira. Se precipitaba —corría sacando pecho, echando la cabeza atrás—, se zambullía, avanzaba braceando lindo, patalean­do parejito, qué bien nada decía Pusy, alcanzaba el tumbo cuando iba a reventar, fíjate la va a correr, se atrevió decía la China, se ponía a flote y metiendo apenas la cabeza, un brazo tieso y el otro golpean­do, jalando el agua como un campeón, lo veíamos subir hasta la cresta de la ola, caer con ella, desapa­recer en un estruendo de espuma, fíjense fíjense, en una de ésas lo va a revolcar decía Fina, y lo veían reaparecer y venir arrastrado por la ola, el cuerpo arqueado, la cabeza afuera, los pies cruzados en el aire, y lo veíamos llegar hasta la orilla suavecito, empujadito por los tumbos.
Qué bien las corre, decían ellas mientras Cuéllar se revolvía contra la resaca, nos hacía adiós y de nuevo se arreaba al mar, era tan simpático, y tam­bién pintón, ¿por qué no tenía enamorada? Ellos se miraban de reojo, Lalo se reía, Fina qué les pasa, a qué venían esas carcajadas, cuenten, Choto enro­jecía, venían porque sí, de nada y además de qué hablas, qué carcajadas, ella no te hagas y él no, si no se hacía, palabra. No tenía porque es tímido, decía Chingolo, y Pusy no era, qué iba a ser, más bien un fresco, y Chabuca ¿entonces por qué? Está buscando pero no encuentra, decía Lalo, ya le caerá a alguna, y la China falso, no estaba buscando, no iba nunca a fiestas, y Chabuca ¿entonces por qué? Sabe, decía Lalo, se cortaba la cabeza que sí, sabían y se hacían las que no, ¿para qué?, para sonsacar­les, si no supieran por qué tantos por qué, tanta mirada rarita, tanta malicia en la voz. Y Choto: no, te equivocas, no sabían, eran preguntas inocentes, las muchachas se compadecían de que no tuviera hembrita a su edad, les da pena que ande solo, lo querían ayudar. Tal vez no saben pero cualquier día van a saber, decía Chingolo, y será su culpa ¿qué le costaba caerle a alguna aunque fuera sólo para des­pistar?, y Chabuca ¿entonces por qué?, y Mañuco qué te importa, no lo fundas tanto, el día menos pensado se enamoraría, ya vería, y ahora cállense que ahí está.
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A medida que pasaban los días, Cuéllar se volvía más huraño con las muchachas, más lacónico y esquivo. También más loco: aguó la fiesta de cum­pleaños de Pusy arrojando una sarta de cuetes por la ventana, ella se echó a llorar y Mañuco se enojó, fue a buscarlo, se trompearon, Pichulita le pegó. Tardamos una semana en hacerlos amistar, perdón Mañuco, caray, no sé qué me pasó, hermano, nada, más bien yo te pido perdón, Pichulita, por haber­me calentado, ven ven, también Pusy te perdonó y quiere verte; se presentó borracho en la Misa de Gallo y Lalo y Choto tuvieron que sacarlo en peso al parque, suéltenme, delirando, le importaba un pito, buitreando, quisiera tener un revólver, ¿para qué, hermanito?, con diablos azules, ¿para matarnos?, sí y lo mismo a ese que pasa pam pam y a ti y a mí también pam pam; un domingo invadió la pelouse del hipódromo y con su Ford ffffuumm embestía a la gente ffffuumm que chillaba y saltaba las barre­ras, aterrada, ffffuum. En los carnavales, las chicas le huían: las bombardeaba con proyectiles hedion­dos, cascarones, frutas podridas, globos inflados con pipí y las refregaba con barro, tinta, harina, jabón (de lavar ollas) y betún: salvaje, le decían, cochino, bruto, animal, y se aparecía en la fiesta del Terrazas, en el infantil del parque de Barranco, en el baile del Lawn Tennis, sin disfraz, un chisguete de éter en cada mano, píquiti píquiti juas, le di, le di en los ojos, ja ja, píquiti píquiti juas, la dejé ciega, ja ja, o armado con un bastón para enredarlo en los pies de las parejas y echarlas al suelo: bandangán. Se trompeaba, le pegaban, a veces lo defendíamos pero no escarmienta con nada, decíamos, en una de estas lo van a matar.

Sus locuras le dieron mala fama y Chingolo, hermano, tienes que cambiar, Choto, Pichulita, te estás volviendo antipático, Mañuco, las chicas ya no querían juntarse con él, te creían un bandido, un sobrado y un pesado. Él, a veces tristón, era la última vez, cambiaría, palabra de honor, y a veces matón, ¿bandido, ah, sí?, ¿eso decían de mí las rajo­nas?, no le importaba, las pituquitas se las pasaba, le resbalaban, por aquí.
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En la fiesta de promoción —de etiqueta, dos orquestas, en el Country Club—, el único ausente de la clase fue Cuéllar. No seas tonto, le decíamos, tienes que venir, nosotros te buscamos una hembri­ta, Pusy ya le habló a Margot, Fina a Ilse, la China a Elena, Chabuca a Flora, todas querían, se morían por ser tu pareja, escoge y ven a la fiesta. Pero él no, qué ridículo ponerse smoking, no iría, que más bien nos juntáramos después. Bueno Pichulita, como quisiera, que no fuera, eres contra el tren, que nos esperara en El Chasqui, a las dos, dejaríamos a las muchachas en sus casas, lo recogeríamos y nos iríamos a tomar unos tragos, a dar unas vueltas por ahí, y él tristoncito eso sí.

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